El niño santo, por Gonzalo Torres
El niño santo, por Gonzalo Torres
Redacción EC

De chico, en la casa vacía, los hermanos mayores idos, los padres en sus asuntos, el silencio era ensordecedor y para taparlo prendía la tele. El cuatro, el cinco y el siete, nada más en aquella Lima provinciana y austera.

–“¡Barrabás, suelten a Barrabás!”. Clic. Charlton Heston con barba blanca levantando hacia el pueblo las tablas de Dios. Clic.

–“Eli, Eli, Lama Sabactani”, clamaba Jesús en la pantalla. Más tarde, en casa de la abuela, los adultos en la sala no eran más que cuchicheos indistintos y yo en el cuarto de la Nana y el Tata frente a su vieja tele con patas y selector de dial al que daba vueltas interminables más allá de donde decía UHF. Una y otra vez. Lluvia. Jesús. Lluvia. “El Manto Sagrado”. Lluvia. Lluvia. Lluvia. La carrera de las cuadrigas y Ben-Hur. Lluvia. Más espacio vacío y yo, que solo quería ver a mi adorado “Ultra Siete” sacarle la michi a cualquier monstruo maldito. ¡Cómo era posible que no pasaran justo en esta semana el capítulo en el que crucifican al Ultra y está a punto de morir! Habíamos llegado, después de un lento ascenso al Gólgota, al mediodía del jueves, solamente.

Había que aprovechar los días sacando del fólder esas tareas interminables que los profesores nos mandaban como una especie de azotes de guardias romanos y que uno con la corona de espinas puesta debía hacer, pues así estaba escrito.

No era necesaria tanta escritura, tantos cálculos numéricos, tantas planas, tantas hojas y tormentos pues imaginaba a los profesores riendo, celebrando, burlándose, mientras yo cargaba a cuestas mis pesadas tareas.

Consummatum Est Gonzalus. En fin, había cuatro días para hacerlas, solo que las tres cuartas partes restantes las hacía el domingo a partir de las cinco. ¡Ay de mí, procastinador!

BACALAO Y EL CONSUELO DEL PRIMO

El viernes había que unirse al sufrimiento del Señor comiendo bacalao. Después lo aprendí a comer, pero por el momento, en mis años en los que hasta el queso era un producto intragable, el bacalao era menos que una lanza al costado.

A escondidas, a Gonzalito ya le habían hecho sus fideos en salsa de tomate que tanto le gustan. Eso sí, nada de carnes que se le puede sacar la vuelta al pescado, pero no a la religión.

La sobremesa era el momento de escapar a leer cualquier tomo del “Nuevo tesoro de la juventud” para llenar con agua y no vinagre la esponja del cerebro que andaba ya sedienta en aquellas épocas.

El sábado, algún primo era el consuelo. Primo, he ahí a tu primo y viceversa. Algún recorrido haríamos. ¿Al jardín japonés del Parque de la Exposición, al Parque de las Leyendas?

Cualquiera, tía, con tal de salir un rato. En no sé cuál cine veríamos quizás una de las del Santo y a la salida nos compraban la máscara del mismo para mí y Blue Demon para mi primo para saltar sobre la cama y agarrarnos a almohadazos con las máscaras puestas.

Domingo, resurrecto el ánimo, me apuraba a esconder los huevos de los primos menores y a pensar en la maldita tarea como una cruz.