Patricia del Río

Se puede pasar a la historia por múltiples razones: por haber actuado con heroísmo, con arrojo, con extrema bondad, pero también por haber actuado con maldad, insania o crueldad. Por razones opuestas, Miguel Grau y Abimael Guzmán serán recordados toda la vida por los peruanos. Uno como ejemplo a seguir, el otro como un asesino miserable.

Pero hay determinados comportamientos que vuelven a sus protagonistas intrascendentes: la pusilanimidad y la cobardía, por ejemplo. Puede que un cobarde sea recordado un tiempo por algunos, pero no será recordado siempre por todos. Su escasez de aplomo lo condenará al rincón donde permanecen los que desataron profundo hastío.

Y eso es lo que podría definir este año y medio en el que hemos tenido que soportar a un gobernante como y a la mayoría de sus ministros. Teníamos experiencia en autoridades corruptas, mentirosas, ladronas o crueles, pero creo que nunca habíamos sido gobernados por tanta desidia. Y es que, si un desidioso es una persona que tiene falta de ganas e interés y que no pone ningún cuidado en hacer una cosa, pues Castillo lo fue en extremo. Ni siquiera se esmeró a la hora de robar, pues dejó regadas las pruebas de su corrupción hasta en la tapa del wáter de Palacio. Y no fue por inexperiencia, como alguna vez pretendió hacérnoslo creer. La displicencia fue hija del absoluto desprecio que siempre tuvo por el cargo que ocupaba.

Hace poco, estuvo el profe Ricardo Gareca dando charlas a jóvenes sobre cuál fue su estrategia para sacar adelante a la selección peruana, a pesar de las enormes dificultades que encontró. Emocionaba escucharlo decir que lo primero que les inculcó a los chicos de la selección fue que cada vez que se ponían la camiseta peruana no estaban usando un polo cualquiera, sino un símbolo. Les machacó el sentido de pertenencia, pero sobre todo el de representación. Cuando los jugadores salían a la cancha, cuando llegaban a un , cuando caminaban por la calle lo hacían en representación de millones de peruanos, y eso los obligaba a sacar lo mejor de sí mismos. Podían ganar o perder un partido, jamás humillar a una nación.

Mientras Gareca hacía eso en las canchas arropado por miles de miles de hinchas que gritaban un mismo coro con él, Pedro Castillo, sus ministros sobones y groseros, sus congresistas mentirosos se ciñeron bandas presidenciales y fajines, como si se hubieran puesto una media sucia. Y cuando juraron frente a la bandera servir a su país, estaban cumpliendo con un protocolo vacío de sentido que les facilitaba un salvoconducto a la impunidad y un permiso para el saqueo.

Es verdad que este Congreso nos ha quedado como un remanente de casi 18 meses de espanto y que comparte con los que estuvieron en el Ejecutivo su desdén por los peruanos que dicen representar; pero si no hubiera existido, Castillo tampoco hubiera estado a la altura. Ahí están las evidencias de su pobre ejecución en temas fundamentales como la vacunación, la elección de cuadros competentes, o la compra de urea para demostrarlo.

Solo la poquedad de un hombre sin trascendencia podía precipitar un final tan patético como el golpe de Estado que todos vimos por televisión nacional el 7 de diciembre del 2022. Pedro Castillo, en sus últimas horas como presidente, dejó sentado que nunca tuvo vocación de servicio, ni respeto por su investidura. Usó el poder en beneficio propio, usó a los peruanos más pobres como escudo para robar y una vez que sintió que el brazo de la justicia por fin lo alcanzaría, tomó la única decisión firme de todo su gobierno: atentar contra la democracia y sumir al país en un caos, con el único fin de salvar su pellejo. Me cuesta trabajo encontrar una definición más precisa de “cobarde”.

Patricia del Río es periodista