Enrique Planas

Hay algo melancólico en los viejos . En un caballo para montar, en un auto de lata, en un muñeco de cuerda. Creo que ese sentimiento los hace aún más hermosos, les da un distinguido toque de misterio. Según su mecanismo, algunos se impulsan solos, otros se activan si el dueño participa. Unos permiten ser intervenidos, otros protestan al más mínimo contacto. Creaciones que van de la sencillez a la complejidad más caprichosa.

Tendemos a subestimar los juguetes como si fueran una cosa pueril. Sin embargo, podríamos considerarlos como herramientas para abrirnos paso en un territorio olvidado: el de la libertad creativa. Generan movimiento, adrenalina y riesgo. Nos permiten aprender a probar nuevas cosas, ideas, conceptos.

Me gusta pensar que escribir forma parte del mismo experimento juguetero: comenzar con un propósito para un personaje y luego diseñar el sistema por donde discurrirá su aventura. Confiar en que la mejor no es otra cosa que un patio de juegos, un territorio para explorar. Te permites la posibilidad de que suceda algo increíble, y para ello tienes que concentrarte como un niño que toma decisiones siguiendo caprichosas reglas.

Cuando uno escribe, busca que el lector invente contigo. Descartas ideas superfluas como si fueran las piezas de un mecano que no encajan, hasta que encuentras la única justa y esencial. Evitas las explicaciones obvias. Una frase como “Juan ama a María”, por ejemplo, nos lleva al arquetipo de lo que creemos que es el amor. Pero si le damos al lector piezas diferentes, si hablamos de la ansiedad, de la esperanza o del vértigo, le permitiremos construir un nuevo y emocionante símbolo. Es como jugar con las piezas del Lego: si solo damos las partes de un todo, además de contar una historia, ofrecemos al lector la libertad de construir, le permitimos desplazarse por el espacio de las ideas. Los juguetes resultan así una herramienta para comprender cómo funciona el mundo y, de paso, comprendernos a nosotros mismos, confiando en que volverá un iluminador momento de locura infantil.

Los adultos hacemos un mal negocio al intercambiar los juguetes de nuestra infancia por las responsabilidades rutinarias. El gran problema con la rutina es que todo empieza a parecernos igual, por lo que constantemente reinventamos nuestras formas de experimentar o consumir las mismas cosas. Quizás ello explique que, mientras la palabra ‘juego’ persista en nuestras costumbres (y más si viene conectada a una consola, o si se trata de tirar de palancas o participar de apuestas rentables), el término ‘juguete’ vaya perdiendo cada vez mayor adherencia en nuestros recuerdos infantiles, desplazándose a su connotación sexual, el último reducto de creatividad de los mayores.

Enrique Planas es periodista y escritor