“Hermanos menores”, es la frase que San Francisco de Asís utilizó para llamar respetuosamente a todos esos animales que con curiosidad se le acercaban mientras meditaba en el bosque que escogió para retirarse del mundo. Cuenta la leyenda que su conexión con los animales era tan grande que incluso las golondrinas lo seguían en bandadas formando infinidad de figuras en el cielo, como una manera de celebrar su peculiar amistad.
De un sentimiento similar da cuenta el accionar de San Kevin de Glendalough, eternizado en el precioso poema de su compatriota irlandés Seamus Heaney. Tuve la oportunidad de visitar el monasterio fundado por el santo y ver las pinturas del artista galés Clive Hicks-Jenkins que ilustran la historia de San Kevin y el mirlo, según el poema de Heaney. Impresiona observar al representante del monasticismo medieval extendiendo su mano con una quietud absoluta mientras un mirlo construía ahí su nido, ponía huevos y estos eclosionaban en pequeños polluelos. Todo ello en medio de la absoluta serenidad de un amante y, en ese caso particular, servidor incondicional de sus hermanos menores.
Por esa razón, me sorprendió mucho que el papa Francisco –olvidando la maravillosa tradición establecida por el santo de quien tomó su nombre– haya criticado a los que vuelcan su afecto en los animales en lugar de procrearse. Como si el cuidado y el cariño a un animal, en muchos casos abandonado, no fuera, justamente, una perfecta colaboración con una creación natural, terriblemente maltratada.
A nuestra primera gata la encontramos en el bosque, era verano y la escuchamos llorar, probablemente, de hambre. Un día nos percatamos de que estaba sentada en la puerta de la casa que abrimos invitándole a pasar. Nadie la reclamó así que decidimos quedarnos con aquel felino gris y con unos ojazos verdes. Alysha fue el nombre que elegimos para la tímida visitante. La gata llegó a un hogar con dos perros: Piko y Lola. Los tres animales formaron una familia hasta que otra gatita llamada Flora en honor a Flora Tristán tomó por asalto nuestra casa.
Pero no han sido los únicos. Me contaron que Brizzio, cuyo nombre significa valiente en celta, era el blanco de unos fumadores de PBC que se divertían apedreándolo y, ante ello, decidimos adoptarlo. Llegó a nuestro departamento de La Punta (Callao) totalmente desnutrido, pero con cuidado y cariño ganó peso y se curó de la sarna que le carcomía la piel. Empezó a disfrutar de sus paseos por Cantolao, donde le encantaba caminar por las piedras y jugar con el mar. Desafortunadamente, Brizzio nos encontró cuando un cáncer, producto de tanto sufrimiento, hacía estragos en su cuerpecito y solo vivió un par de meses de felicidad. Para paliar la pérdida de Brizzio, de Alysha y también de Piko, llegó Nuna quien junto a Flora viajaron con nosotros a Irlanda y fue con ellas que regresamos a La Punta donde me agarró la primera cuarentena del COVID-19 y, por ello, no las pude traer de vuelta a Tennessee (Estados Unidos).
Fue muy duro llegar a la casa sin el cariño de nuestros animales que son maestros de amor incondicional y esa cualidad extraordinaria: vivir el momento. A los pocos meses de entrar en un segundo confinamiento adoptamos a Maple y Dominó, cuyos dueños se quedaron sin trabajo y debieron dejarlos en un centro para animales sin hogar. “Hasta que uno no ha amado un animal, una parte del alma sigue sin despertar” dijo, alguna vez, Anatole France y le doy toda la razón. Más aún cuando pienso en el cariño que recibí a raudales de Piko, Lola, Alysha, Brizzio, Nuna, Maple y Domino y de cómo junto a Rabito, quien llegó a nuestra casa recientemente resguardándose de una tormenta de nieve, nos han humanizado. ¡Gracias, hermanos menores!
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