Vamos a morir, el trabajo lo podemos perder, un ser querido puede marcharse. Se puede desatar una guerra o un huaico arrastrarnos por delante. Teóricamente podríamos morir por culpa de un piano volador o por atorarnos con una pepa de melocotón; pero ni todas estas ocurrencias son igual de probables ni andamos pensando en ellas todos los días.
Transitar por la vida evaluando posibles pérdidas es imposible. Nos haría más vulnerables de lo que somos, nos incapacitaría para tomar decisiones. Hay cierta irresponsabilidad en la manera como construimos nuestra existencia. Avanzamos gracias a esa imprudencia.
Y nos va bien, hasta que ocurre aquello que no podíamos imaginar, y esas certezas se revelan frágiles, el futuro incierto. Contrariamente a lo que se cree, ante el desconcierto, en lugar de desarrollar un instinto de supervivencia más afinado, todo se tiñe de una extraña relatividad, casi pavorosa, en la que la resignación para aceptar lo que nos caiga lo abruma todo.
Esta semana perdí el gusto y el olfato, confieso. En el último año se me desvaneció tanto que pensé que ya nada podía sorprenderme: había visto disiparse un trabajo, desaparecer a mi perra entre inhóspitos cerros, morir a mi consejero. Se me había extraviado la sonrisa de amigos tras mascarillas, mil besos se quedaron adeudados por el distanciamiento social y se me escabulleron horas de risas con mi hijo en espacios públicos y abiertos.
Había visto al envilecimiento ganarle a la decencia, el odio a la razón, la mediocridad a absolutamente todo. Y de pronto, por culpa de un virus que ya no es mortal, del que nunca me protegí lo suficiente, se me extravió la posibilidad de comer y sentir, oler y discernir, gustar y recordar… El mundo se me ha vuelto insípido. Desconcertante.
Como pasa tantas veces en la vida, en que una verdad se hace evidente gracias a un detalle insignificante, me ha invadido un duelo extemporáneo. Habíamos perdido tanto y ni cuenta nos habíamos dado. O lo que es peor, habíamos perdido tanto que, cansados de cuantificar el tamaño de las ausencias, claudicamos a nuestro deber de enfrentarlas. No poder saborear un chocolate o una buena copa de vino está lejísimos de ser una tragedia. Da vergüenza siquiera compararlo con la ausencia de la voz de ese otro que nunca más te dará un consejo. Pero sí funciona como un cristal que nos obliga a agrandar esa mancha que hemos decidido lucir en la camisa como si no estuviera ahí.
Cuenta mi madre que cuando mi hermano era muy niño vivían al lado de una escuela de ciegos. A la salida los invidentes los saludaban y tocaban la cara de Felipe para reconocer sus rasgos. Él no tenía más de tres años y si bien el encuentro no le causaba ningún temor, lo desconcertaba. Un día le preguntó a mi mamá, con más insistencia de lo habitual, qué les pasaba a los vecinos. Mi madre respondió como estaba acostumbrada: “no pueden ver, hijo”. Como la explicación no lo satisfacía, mi mamá finalmente le puso una venda en los ojos y lo dejó moverse con torpeza por la casa. Finalmente, lo comprendió todo: “ah, ya sé mamá, es que sus ojos no pueden caminar”.
No ver no era una opción para un niño tan chiquito. No era una actividad que pudiera detenerse, ni siquiera separarse de su existencia. Hoy recuerdo la anécdota y comprendo su asombro. Me gustaría además encontrar respuestas mientras camino a tientas con los ojos cerrados. Pero no las hay.
Hace unos días que el mundo me sabe a nada y en cada bocado soso que me meto a la boca me niego a aceptar que se puede perder tanto luchando tan poco. No sé si los sabores vuelvan, pero estoy eligiendo no dejarlos partir como si nunca hubieran sido importantes.