Toda obra de ficción es un truco que se desarrolla impunemente ante nuestros ojos. Quien se interna en una novela acepta un pacto tácito, análogo al de quien se somete a un acto de ilusionismo: “sabe” que el mago va a llamar su atención e intentará anestesiar su incredulidad y dependerá de la pericia del escritor que ese trance transcurra sin baches hasta el punto final. Esta semana culminé un retrasadísimo pacto con Philip Roth: las circunstancias recién se dieron para que pudiera leer su “Pastoral americana”. Mucho tiempo ha pasado desde que era un niño que se entregaba al placer de leer ficciones sin cuestionar sus mecanismos y, sin embargo, qué felicidad es conocer hoy esos fundamentos y caer en ellos a sabiendas.
En esta novela, Roth toma la piel de Nathan Zuckerman, su álter ego literario, para narrar en primera persona la historia del Sueco, un héroe deportivo de su juventud transformado en un empresario que encarna el fenecido sueño americano. Ya que la historia empieza en primera persona, se nos hace cercana: sentimos que todo lo que se expone ha pasado por los filtros emocionales de quien la cuenta. Sin embargo, narrar en primera persona tiene un límite: un testigo de carne y hueso no puede saberlo todo; es imposible que conozca cada pensamiento pasado, presente y futuro de los habitantes de una historia, o de qué color era el pajarillo que vio un personaje antes de morir en la más completa soledad. Y sin embargo, ¿cómo es posible que en las páginas escritas por Roth uno termine inmerso en los recuerdos, pensamientos y sueños de todos los personajes? ¿En qué instante del truco ese narrador falible se atrevió a convertirse en un narrador que todo lo sabe? ¿En qué momento Nathan Zuckerman, tan humano como el lector, se transforma en ese narrador omnisciente que nos permite habitar en todos los secretos?
Consciente de mi deformación profesional, retrocedo mi lectura para encontrar el zurcido invisible. Y por fin. Allí está, escondido entre las miles de hebras que conforman esta capa en el acto de magia. Línea 32 de la página 117: un sesentón Nathan Zuckerman está bailando una canción con una antigua compañera de escuela en un reencuentro de exalumnos. Mientras Zuckerman se pierde en sus reflexiones, a Roth le basta un quiebre para que la novela alcance un salto cuántico: “Acompañado por las notas dulzonas de Dream, me separé de mí mismo, me aparté de la reunión y soñé…” A partir de aquí, siguen 400 páginas en las que asistimos a prodigios realistas que nos sumergen en toda una sociedad y una época, pero que serían muy dudosos si el narrador nos los contara fuera de este libro.
Emociona y da que pensar. Si un profesional de la ficción se toma tantos cuidados –¡qué vergüenza que se noten sus hilos!– es porque respeta a su auditorio y a su oficio. Qué diferencia con esos charlatanes y políticos que nos mienten con descaro: esos no se quieren de verdad, ni respetan al resto. Si –al contrario de los escritores y escritoras encumbradas– nos tratan como imbéciles es porque nos consideran tan inferiores como lo son ellos en su estructura moral.