El Perú destaca por su inestabilidad política y este desequilibrio es crónico.
Usando data del Banco Mundial, The Global Economy (un consorcio de investigadores) elabora el índice de estabilidad política. Este puntaje, desde que se empezó a asignar, ha sido negativo para nuestro país. De hecho, el estudio sostiene que nuestro promedio para el período 1996-2018 “es de -0,78 puntos, con un mínimo de -1,18 puntos en el 2009 y un máximo de -0,2 puntos en el 2016”. Luego señala que el último puntaje recibido es de -0,26, cuando el promedio global para ese año fue -0,05.
Si tomamos nuestra inestabilidad política actual (una de las más bajas de la muestra, por increíble que parezca), nuestro país se compara con Bolivia, Gabón, China, Sudáfrica, Uzbekistán y Suazilandia. Pero si vemos el promedio de los últimos 22 años, nos mediríamos con Tailandia, Mozambique o Argelia, países que transitan graves crisis políticas, donde incluso se analiza el colapso de sus gobiernos.
Esta situación, entonces, no es nueva, y tampoco ha pasado desapercibida para los más informados. Según el Latinobarómetro, otro consorcio de investigación, somos de los países con menor apoyo a la democracia en la región. En el último estudio publicado (2018), solo el 43% de los encuestados consideraba a la democracia “preferible a cualquier otra forma de gobierno”. El promedio latinoamericano, por cierto, es de 48%.
Claramente estos datos reflejan problemas estructurales que van más allá de la coyuntura. Entonces, lo primero a cuestionar es la proveniencia de esta. ¿Es un problema de élites (políticas, académicas, económicas o sociales)? ¿O es un problema que reside en la cultura ciudadana (establecida a lo largo de años de una paupérrima dotación de servicios públicos y otras desigualdades)? Lo más probable es que sea una mezcla de ambos factores, exacerbados por otras variables subyacentes en las grandes desigualdades que se presentan en nuestro país.
Lo segundo está en la construcción de estructuras institucionales dirigidas a mejorar nuestro panorama futuro. Y ahí es donde las cosas pintan, si no mal, peor.
Las reformas que logren mayor estabilidad política y apego a los valores democráticos en el futuro pasan por reformas en estamentos claves, como los partidos políticos. Una partidocracia limitada (no atomizada, como la actual), basada en la meritocracia y democracia interna (no en caudillos y clientelismo), integrada en valores e ideales y con mirada de largo plazo, permitiría una mejor representación ciudadana, y con ella se facilitaría la negociación política y la confianza en los acuerdos tomados.
Parte fundamental de nuestra incapacidad de llevar adelante importantes proyectos de inversión es, justamente, la disputa de rentas económicas y políticas que se arbitran de espaldas a los intereses ciudadanos, pero amparados –en muchos casos– en supuestos agravios pasados, un hecho estudiado por economistas de primer nivel como Paul Collier.
Si los partidos representaran a grupos importantes de la población, podrían canalizar las diferencias por una vía formal, reduciendo así la inestabilidad política que nos caracteriza. Existe, entonces, un problema estructural claro, y una reforma ineludible para solucionarlo.