Augusto Townsend Klinge

Patricia Benavides fue destituida esta semana como fiscal suprema –eliminándose por tanto cualquier expectativa de que regrese al cargo de fiscal de la Nación– tras concluir la Junta Nacional de Justicia que ella había tomado acciones para beneficiar a su hermana, la jueza Enma Benavides, en una investigación fiscal que se le sigue por presuntamente haber beneficiado a personas ligadas al narcotráfico a cambio de sobornos.

Enma Benavides todavía no está sentenciada en definitiva por tal cosa, pero sí es indubitable que Patricia Benavides actuó en evidente conflicto de intereses y que la justificación que dio a sus acciones fue contundentemente desvirtuada en el proceso disciplinario en su contra. Ciertamente es chocante que en un país remuevan del cargo a una fiscal de la Nación, pero esta destitución en particular tiene suficientes fundamentos de hecho y de derecho.

Ocurre, sin embargo, que no todo el mundo lo ve así. Hay quienes se han quedado con una versión idealizada de Benavides como la fiscal de la Nación que tuvo el coraje de investigar a un presidente en funciones, Pedro Castillo en este caso. Y eso también es cierto e inocultable. Pero una verdad no excluye a la otra, y esta última no puede tomarse como un comodín que le permita a Benavides eximirse de responsabilidad por lo primero.

Hay también quienes creen que el Ministerio Público es como un botín que se están disputando facciones ideológicamente opuestas, y que Benavides, con todos sus defectos, si representa a la facción a la que uno se siente más afín, o si está enfrentándose a la facción que uno desprecia, entonces hay que defenderla a cualquier costo. Porque los que están del otro lado “tampoco son ningunos santos”. Este es el tipo de racionalización que está sumiendo en la podredumbre a nuestra política y nuestro entorno institucional. Nuestras rivalidades ideológicas son muy válidas, pero no pueden llevarnos a condonar cualquier cosa, como que una fiscal de la Nación interceda para evitar que su hermana, la jueza, sea debidamente procesada por el cargo de haber liberado a narcotraficantes a cambio de sobornos.

Si estamos dispuestos a dejar pasar algo como esto último, ¿no nos convierte acaso en cómplices del narcotráfico? Y eso que nos estamos fijando aquí en una imputación puntual, la de haber favorecido a su hermana, que no es ni siquiera la más grave que pesa sobre Patricia Benavides, si nos resulta convincente la evidencia de que ella pudo haber pactado con congresistas de diversas bancadas para beneficiarlos con el archivamiento de las causas fiscales en su contra a cambio de que respaldaran votaciones que le interesaban, como la inhabilitación de Zoraida Ávalos o la destitución de los miembros de la Junta Nacional de Justicia.

Tiene que haber un momento en el que nos tomemos una pausa y reflexionemos sobre qué es lo que les estamos dejando pasar a los actores que percibimos como cercanos o funcionales a nuestra facción ideológica, que pueden ser desde malas prácticas políticas, como consentirles el insulto o el discurso altisonante sin argumentos de fondo, hasta promover su impunidad respecto de delitos que parecen inocultables. ¿En serio nos sentimos cómodos con un enfrentamiento en el que no importa si todos los combatientes exhiben tendencias delictivas, en la medida en que los que están de mi lado sean más efectivos que los rivales? Ganar la batalla ideológica o política no da para celebrar si la forma como uno la libra termina destruyendo el sistema mismo que uno cree estar protegiendo.

¿Cuál es la salida? Volver a poner la veracidad y los hechos al centro del debate. No debe importar para quién juega tal o cual persona; si ha cometido delitos o faltas éticas muy evidentes, tenemos que estar en la capacidad de señalarlo, aunque sintamos que esa persona está en nuestro propio bando ideológico o político. O, mejor dicho, con mayor razón si lo está, porque sería mayor en ese caso la traición a los valores que supuestamente compartimos.


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Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio