Nicomedes Santa Cruz

Al igual que la llamada “Fiesta Brava” –o Lidia de Toros–, el siempre ha tenido sus adictos y detractores. Los primeros, remitiéndose al origen mismo de esta fiesta pagana (‘Carnevale’: “carne” y ¡vale!) ven con ojos complacientes todo aquello que evoque las saturnales romanas. Por su parte, los detractores llaman a retiro para meditación y penitencia.

En nuestra modesta opinión, ambos, adictos y detractores, tienen su parte de razón. Esto hablando del Carnaval en general, vale decir en el mundo. Porque si nos remitimos solo al Carnaval de , la cosa degeneró tanto en estas últimas décadas que, más allá de justificar las más duras críticas, nuestro ya fenecido “Carnaval” devino en la más grosera y delictiva gamberrada.

La época de Leguía ha sido para muchos la apoteosis del carnaval limeño. Oncenio de centenarios y empréstitos. De consolidación de la incipiente clase media y politización del pueblo con la creación de sindicatos. Quizás tal “época de oro” del Carnaval fue una política de “pan y circo” para que el efervescente pueblo trabajador se desviara un poco de la senda trazada por González Prada primero y José Carlos Mariátegui después. Las revistas de la época plasmaron el gráfico testimonio de 1.000 y una noche de corsos, versallescos bailes y arcaicas reinas de belleza. Quizás el pueblo de ese entonces gozara en su papel de pasivo espectador. Otros dicen que “había plata”. Sea como fuere, con la “depresión” mundial y la caída de Leguía, terminó una corta etapa, que, al menos en el aspecto carnavalesco puso nuestra capital a la altura del ya fenecido Carnaval del Uruguay y del –entonces folklórico– Carnaval Carioca.

Tras la Segunda Guerra Mundial, esa ansia de diversión (que escondía mucho deseo de olvido) también alcanzó a Lima. Al promediar la década del 40 –y hasta los años 50– revivió el Carnaval limeño. A los tradicionales bailes de “Barranco”, Teatro Segura, etc., se sumó la “rediviva” quema de “Ño Carnavalón”, en Chorrillos. La Municipalidad de Lima, funcionando en lo que hoy es el Museo de Arte Moderno, cedía sus amplios salones al pueblo. Hecho plausible y digno de destacar.

La cosa empezó a ir a menos y, en proporción directa, cuanto más prohibitivos los precios de entrada y consumo en los salones de baile, mayor fue el juego con agua en las calles, mayor el número de accidentes y los visos de abierta barbarie.

Hará poco más de cinco años, y para aprovechar como laborables los lunes y martes, se decretó celebrar el Carnaval durante los cuatro domingos de febrero. ¡Aquello fue la muerte del Carnaval! No se pudo concebir medida más tonta y perniciosa. Los resultados no han podido ser más negativos. Hoy asistimos a la muerte del Carnaval limeño.

Y yo pienso: habiendo en los hospitales de Lima una cama para cada 20 niños enfermos, una cama para cada cinco parturientas, un kilo de carne para cada tres familias... ¿vale la pena celebrar los carnavales? ¿No habrá en cada baldazo de agua pútrida, algo de la protesta de los “pueblos jóvenes”?


–Glosado y editado–

Texto originalmente publicado el 15 de febrero de 1970.

Nicomedes Santa Cruz fue Decimista peruano