Piletazo, por Carlos Galdós
Piletazo, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

Antes de que existiera Larcomar estaba en Miraflores el parque Salazar, con su pileta incluida. Era el lugar al que muchos niños acudíamos el fi n de semana. Allí nos juntábamos a jugar con nuestros barquitos de papel y tecnopor. Algunos chicos, los bacanes, llevaban réplicas en madera balsa del monitor Huáscar y armábamos allí, en la fuente, nuestro propio combate de Angamos. Recuerdo también que si algún mocoso osaba meterse en ella, era automáticamente expulsado por algún policía que cuidaba el sitio.

Viene a mi memoria, a su vez, que alguna vez intenté pagar aquella típica apuesta futbolera sin sentido de: “Si Alianza gana, me baño calato en la pileta de la Plaza de Armas”. Como todo hombre que honra su palabra, pretendí cumplirla ese año frente a mis amigos de la universidad. Pero luego de una exhaustiva negociación, logré convencer a la fanaticada de que era mejor hacerlo en traje de baño que en el de Adán. Era por el bien de todos, créanme. Bueno, ni bien puse un pie en la fuente que comparte vecindad con Palacio de Gobierno, la catedral de Lima y la Municipalidad de Lima, automáticamente, como si se tratara de un requisitoriado por la Interpol, me cayeron encima ocho serenos y seis policías encima. Que cómo me atrevía a hacer eso, que qué pasaba si me veía el arzobispo de Lima. Imagínate si llega el presidente y la primera dama te ve así… Es decir, un concierto de estupideces fueron las que oí mientras me llevaban a la comisaría del sector.

Hurgando en el pasado recordé, asimismo, que un día me fui con una chica que estaba afanando al Parque de las Aguas. Días después de que se lo propuse por primera vez, me confesó: “O sea, no seas pendejo, pues. Cuando me dijiste para ir a bañarnos a algún lado, ¡yo juraba que te referías a una piscina!”. Sí, eso fue lo que me dijo Veró- nica Matallana, de quien siempre me acuerdo con cariño y a quien ponía de modelo de pelotuda ante una posible nueva enamorada para no volverme a llevar el mismo chasco.

Igual, fuimos. Los que hemos disfrutado de esas piletas sabemos que una de las más chéveres es la del túnel de agua. ¡Ahí el vacilón es meter la mano y salpicar todo! Bueno, pues, aquella vez descubrí que no todos nos divertíamos igual. A mi frase: “Oe, métete pues, no seas planta”, recibí un contundente: “No es que sea planta, es que no hago choladas”. En mi estupor, volví a deterneme en la escena dentro del túnel y solo registré la felicidad absoluta que les daba el agua a los chiquillos, señoras y ancianos de apariencia humilde, a gente que no necesitan del Splash Mountain de Universal, en Orlando, para pasarla bien. Vi, además, a algunos que inicialmente se contenían por el qué dirán, pero que luego daban rienda suelta a su deseo y disfrutaban como chanchos. No había, pues, persona que tocara el agua y no se riera, gritara e hiciera que los demás festejaran. El piletazo se convertía así en una fi esta comunitaria donde eran partícipes todos, así estuvieran empapados o fueran testigos secos.

Hay que decirlo. Como ocurre en el teatro y en la ópera, son los más modestos, los de menores recursos, los que más festejan, los que más aplauden desde la cazuela. Los que más se entregan a la alegría sin preocuparse por lo que piense el de al lado. Mientras tanto, quienes se creen dotados de sabiduría o de pertenecer a cierta clase social carecen de libertad. Solo tienen el cerebro rebalsado de prejuicios. De esos son los que han salido esta semana a llenar las redes sociales de memes y cuanto comentario racista existe. No pondré aquí ejemplos de lo bien que usan ciudadanos de otros países las fuentes de sus espacios públicos. Simplemente les diré lo mismo que a Verónica en ese momento: ¡Qué feos acomplejados!

P.D. ¡Ya saben gente! ¡Nos reencontramos mañana domingo en la pileta de Chorrillos frente a Agua Dulce! ¡Esa pipol!

Esta columna fue publicada el 7 de enero del 2016 en la revista Somos.