El pintor y la bailarina, por Pedro Suárez-Vértiz
El pintor y la bailarina, por Pedro Suárez-Vértiz
Pedro Suárez Vértiz

Cuando recién me mudé como casado, coincidimos muchos amigos dedicados al arte alquilando departamentos en el mismo edificio: la diseñadora Susan Wagner, el escritor Mario Ghibellini, la actriz Lita Baluarte, la bailarina Karine Aguirre –hermana de las actrices Marisol, Celine y, para mí, la más bonita de las tres–, el músico Coqui Tramontana, yo y todas nuestras familias o parejas. Vivíamos en armoniosa fraternidad en el edificio más bonito de Miraflores. Era marrón con grandes ventanales y afrancesadas molduras blancas. Parecía los estudios Abbey Road en Londres. Mario lo llamaba el ‘Ojota building’, parodiando el ‘Dakota Building’ de Nueva York. Al costado, en una casa grande y propia, vivía el pintor Eduardo Tokeshi.

Esta historia se da a raíz de un accidente que tuvo nuestra amiga Karine. Ella tenía que quedarse en su departamento porque si se movía mucho, no cerraría la fisura en el hueso debajo de la ceja que un golpe –por un rápido giro de danza– le había provocado. Tenía que descansar muchísimo para evitar cualquier complicación. Como una forma de matar el tiempo, le sugerimos entonces la responsabilidad de la administración del edificio, cargo que ella asumió con mucho compromiso.

Sin embargo, una mañana, unos obreros que habían estado haciendo un trabajo por ahí –parchando una pista o algo así– la vieron leyendo un libro en su ventana y le dijeron a manera de ‘cachueleo’, o quizás ‘gileo’: “Señorita, ¿no quiere que le parchemos aquí la vereda con el material que nos ha quedado, por 100 soles?”. A ella le pareció una buena oportunidad de arreglar la enorme rotura en el filo de la acera que tantas llantas desinflaba, así que aceptó. Pero cuando el trabajo estuvo hecho, se dio cuenta de que no quedó bien acabado –terriblemente disparejo– y llamó llorando a Mario Ghibellini, quien en ese entonces era su pareja.

Él la consoló, diciéndole que lo vería cuando él regresara del trabajo. Eso la calmó, pero solo momentáneamente. Volvió ella entonces a la ventana –donde se pasaba la mayor parte del día, cual Julieta– hasta que me vio llegar. Desesperada, me comenzó a contar lo que había pasado. Probablemente bajó a mi casa, ya no me acuerdo, y se le salían las lágrimas porque sentía que había derrochado la plata del edificio y que, además, lo había afeado. Entonces yo, conmovido y preocupado por tranquilizarla, pensé en mil cosas hasta que se me ocurrió tocarle el timbre a nuestro famoso vecino Tokeshi y convencerlo de que haga algo valioso de lo que parecía ser una metida de pata.

Él reaccionó cual médico de emergencias. Vino con una especie de punzón, como si fuese a tallar jeroglíficos, y dibujó varios elementos divididos en unos campos individuales. Me acuerdo de una guitarra, otros objetos y varios símbolos más. Quedó impresionantemente lindo y original. Luego, el reconocido pintor se acomodó los lentes, sonrió con sencillez y se metió a su casa. Karine estuvo feliz, que era lo más importante. Un Tokeshi en tu vereda es como un grafiti de Fernando Bryce en tu garaje. Todos cuidamos la obra hasta que secara. Los vecinos y guardianes de la cuadra vieron todo el proceso y era común luego verlos aproximarse y disfrutar del inspirado grabado en el cemento. La gran ironía, sin embargo, es que, como el trabajo de parchado estaba efectivamente mal hecho, en unos años desapareció. Se lo llevaron como quien saca una pieza de rompecabezas. Ghibellini y Tokeshi se encontraron esta semana y recordaron con cariño la anécdota del grabado perdido y me escribieron para saludarme. A mí no me gusta que historias tan lindas se diluyan en el tiempo. La escribí hoy porque no es una historia de galerías ni concursos, sino de arte intencionalmente verdadero.

Esta columna fue publicada el 4 de junio del 2016 en la revista Somos.