Maite  Vizcarra

Dos y cuarto de la tarde, una habitación de hospital de cuidados intensivos, una anciana moribunda y su esposo anciano, la médico encargada explicándole a un policía la condición gravísima de la anciana en medio de los reclamos desaforados de un hombre de alrededor de 50 años que, sostenido en una denuncia infundada ante los guardas del orden, le reclama a su madre moribunda ser indemnizado por haber “permanecido” con sus padres ancianos toda la vida. Además, exige que se cumpla su supuesto derecho a ser el único en estar con ella a la hora de su muerte, entre otras cuestiones sin sentido.

La imagen se torna más dramática si precisamos que la anciana moribunda está inconsciente y no puede escuchar ni los gritos desaforados de su hijo, ni entender nada de los reclamos sobre derechos estrafalarios.

Un padre que aspira a ser autoridad edil despotrica en contra de su hijo veinteañero, tildándolo de alharaquiento porque este lo denuncia por violencia psicológica, lo que, a ojos del aspirante, es solo un problema familiar insignificante.

Ambas escenas bien podrían ser parte de alguna de esas series de Netflix en donde últimamente se ensalzan a psicópatas o antisociales. Pero, lamentablemente, son reales.

Y es que, en el Perú, los problemas de salud mental luego de la pandemia se han consolidado; mostrándonos una sociedad insana en la que hablar sobre estos temas, además, puede generar un estigma. Basta con recordar aquella vez en la que Keiko Fujimori afirmó que quienes sufren de depresión son unos “perdedores”, mostrando su clara ignorancia respecto de ese padecimiento.

¿Qué es una sociedad sana? Antes he indicado aquí que algunas de las señas que buscamos las dan sociedades de mayor bienestar –las nórdicas, por ejemplo– en las que se establecen escalas de protección en base a la vulnerabilidad, de modo que los recursos y los esfuerzos del resto de miembros de la comunidad se orienten a actuar en base a esa escala. Así, por ejemplo, en Noruega esa prioridad tiene en su cima a los niños, seguidos de los ancianos, para proseguir con las mujeres, los animales y, al final, los varones.

Pero ¿qué pasa cuando la insania se traslada al mundo de la política? Si lo viéramos desde la psicología, podría decirse que los políticos tienen una personalidad ligada a la . Al respecto, hay un libro interesante (“La sabiduría de los psicópatas”) que explica cómo al psicópata lo mueve el poder y solo trabaja para sí mismo, dado que también es un narcisista.

El libro en mención explica que la psicopatía no es una enfermedad, sino un trastorno que forma parte de la estructura psíquica. El psicópata no siente culpa, ni empatía, ni miedo, ni angustia. Carece de emociones y posee un alto grado de tolerancia a la anomia. Se trata de un egoísta acérrimo que obedece siempre sus propias reglas. Un verdadero cínico.

Ahora bien, ¿qué hace que gran parte de los peruanos escojamos a personas con rasgos psicopáticos para cargos públicos?

Pienso que se está produciendo una negación de la realidad que lleva a tolerar lo intolerable, y al autoengaño. Sabemos una cosa y creemos otra. La desmentida y la naturalización son nuestra marca. Elegimos ser ciegos y sordos como un mecanismo de defensa para tapar los impiadosos huecos que se abren en el pensamiento y evitar caer en el fondo oscuro del desencanto. Y así, seguimos tomados por el pensamiento mágico, que nos atrapa en el engaño una y mil veces.

Ahora que gracias a la popularidad de la plataforma Netflix ha vuelto a conmovernos la historia de otro de esos tristemente populares enajenados mentales –Jeff Dahmer–, quizá sea tiempo de empezar a revisar por qué somos tan tolerantes a la psicopatía. Quizá el verdadero cambio de nuestra insana sociedad pase por reconocer que es crítico meterle más esfuerzo al mejoramiento de nuestra salud mental, en tanto variable de progreso social.

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia

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