El gobierno de la presidenta Dina Boluarte decidió imponer hace 45 días a las entidades públicas el uso obligatorio del logotipo y la frase “Con Punche Perú” en toda publicidad institucional e informativa, despidiendo de esta manera a la pretenciosa “Siempre con el pueblo” de su antecesor Pedro Castillo.
La nueva publicidad gubernamental incluye un brazo en alto que pretende representar el empuje de los peruanos al lado del mapa del Perú para mostrar al país y sus diferentes regiones naturales a fin de conectar con un gobierno que trabaja para el bienestar de sus ciudadanos. Todo ello escrito en una tipografía en letra cursiva, que sugiere movimiento y velocidad.
Un análisis somero del mapa del Perú, el brazo y la tipografía ágil refleja un intento por combinar la idea de unidad, esfuerzo y energía, anclada en la premisa de un gobierno trabajando activamente para el bienestar del país y de sus ciudadanos.
Boluarte sigue así el derrotero de los gobiernos que pretenden crear símbolos con el objetivo de transmitir mensajes uniformes y coherentes al tiempo de fusionarlos con supuestos logros que le permitan una identificación y afinidad con la población.
Sin ir muy lejos, el gobierno del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador adoptó, al iniciar su mandato de seis años, el eslogan “La cuarta transformación” para vincularlo con un proceso de cambio histórico y el “Make America Great Again” del gobierno de Donald Trump que apeló a la idea de volver a una época de grandeza y éxito en Estados Unidos.
Dicho esto, la adopción de la nueva publicidad se trataría de un mero trámite burocrático y este tema, cuyo punto de partida fue el Ministerio de Economía y Finanzas, quedaría por aquí.
Claro que también podríamos criticar el gasto excesivo que demanda semejante tarea en medio de una catástrofe ocasionada por las lluvias torrenciales en el norte del país con numerosos muertos, heridos y daños cuantiosos y que, incluso, ha llevado al reconocimiento gubernamental acerca de una carencia de recursos necesarios para combatir las inundaciones. A ello se suma la inminente llegada del fenómeno de El Niño.
Por supuesto, ambos acontecimientos extraordinarios deberían ser suficientes argumentos para frenar la iniciativa en espera de mejores tiempos. Pero aquello que resulta ser nítido para algunos, no siempre resulta para todos.
Fuera de ello también se encuentra el hecho de que siempre será controversial emplear durante una situación tan difícil para el país ingentes sumas de dinero en una tarea no prioritaria y que, además, corre el riesgo de ser considerada una propaganda frívola e innecesaria en momentos de tanta desolación.
Pero ¿qué político se resiste a que su nombre y su sello personal queden grabados en la placa, aunque se encuentre al lado de la primera piedra de una obra que nunca se concluirá? Lamentablemente, el Gobierno no será el primero ni tampoco el último.
Desde su asunción de mando, tanto ella como algunos de sus más altos funcionarios han dado sobradas muestras de no saber leer debidamente la situación del país, pronunciando discursos que encienden los ánimos o actuando insensatamente como los ministros presentes en la conferencia de prensa sobre la incautación a los bienes del alcalde de Cajamarca, Joaquín Ramírez.
¿Por qué entonces se tomaría en cuenta una regla de oro existente en la comunicación política de que tan importante es qué se dice al igual que cómo se dice y cuándo se dice?
“La creación de una marca requiere el análisis y la comprensión del contexto y las necesidades del público objetivo. La marca debe ser coherente con la realidad y las aspiraciones de la sociedad en la que se inserta”, sentenciaba el experto español Joan Costa.
Dicho esto, resulta difícil desentrañar qué motivó a los diseñadores de la nueva publicidad al uso de un puño como símbolo, saber si tomaron en cuenta la posibilidad de que no sea el más adecuado o que el símbolo se interprete como una nueva provocación.
Bajo el actual contexto, un puño en ristre comunica exactamente lo contrario a aquello que el Gobierno pregona: refuerza una imagen autoritaria cuando, en teoría, se pretende el diálogo, sobre todo si se adopta a la hora en que surgen fuertes indicios del empleo desproporcionado de la fuerza y el uso de armas letales en la represión a las protestas que han causado un saldo mayor a los 60 muertos.
Los símbolos no son objetos inertes al poseer una potencia tan vibrante que refuerza la imagen de quienes los ostentan bajo determinadas circunstancias.
Hace 168 años, la estadounidense Margaret Fuller, autora del clásico “La mujer en el siglo XIX”, la primera obra feminista registrada en Estados Unidos, se preguntaba: ¿Qué hace a alguien un gran líder?
La escritora y también periodista enumeró los atributos esenciales: ser idealista sin ser superficial; ser realista sin demoler al otro; albergar una empatía universal; estar segura de sí misma; comprender que el poder es más que un mero espectáculo; el juego de la vida es solemne, tiene consecuencias. A pesar del tiempo transcurrido, las premisas de Fuller revisten enorme relevancia.
Todo gobierno debería anteponer las necesidades de la población y dar señales de austeridad al menos en concordancia con las estrecheces económicas y el respeto a los peruanos muertos en este último tiempo, sea en las protestas o en los desastres naturales.
Para pasar a la historia como una gran estadista, no basta con contar con un hermoso logotipo, un lema vibrante o culpar a los otros por los propios desaguisados. Una mano tendida siempre es más honorable y mejor recuerdo que un puño aplicando el garrote.