En la discusión sobre la reforma política, hay un elemento fundamental que no ha sido abordado: el ciudadano. Las propuestas de modificaciones –desde las más audaces hasta las más inocuas– se concentran en ajustes legales y en ingeniería constitucional, obviando que las instituciones buscan regular el comportamiento de individuos con características idiosincráticas. Por eso no se requiere solo una reforma política, sino un shock institucional. Porque es necesario repensar las instituciones desde su adopción a escala individual, donde no predomina el republicanismo democrático sino la informalidad.
Saludo que, de un tiempo a esta parte, líderes de opinión, comentaristas y políticos hayan redescubierto la informalidad como problema. El discurso cínico de la informalidad como “construcción de un nuevo orden” u “otro sendero” produjo un entusiasmo que no guarda resistencia con la simple constatación de la realidad. Aunque quedan despistados que ensayan loas a la informalidad basando su ‘análisis’ en la dimensión ‘emprendedora’ de acumulación de capitales (“construyó una casa”, “compró cinco combis”, “educó a sus hijos”), soslayando así otros aspectos de diagnóstico cruel: ausencia de derechos laborales, baja calidad de servicios, horizontes de vida precarios e inseguros, aversión a la participación política y tensiones con la institucionalidad.
Décadas de asentamiento de la informalidad en varias esferas de la vida social han creado una ética predominante antiestatal en el peruano promedio. La construcción de proyectos de vida de espaldas al Estado no ha generado una sana autonomía –como alucinarían los libertarios– sino una desconfianza perversa hacia las instituciones políticas (materia prima para populismos). Estamos ante un individuo desafecto de la política. Por eso, si no se reformula la premisa individual de cualquier cambio institucional, hagan lo que hagan los ‘reformólogos’, este ciudadano no militará en partidos ni se afiliará a sus comités, no participará activamente en instancias de deliberación de gobiernos locales ni asambleas vecinales, no creerá en las prácticas de democracia interna de partidos ni de movimientos regionales. Seguirá siendo un individualista político en permanente ‘affaire’ con la anomia.
Nuestro modelo de crecimiento supuso confiar –sin reparos– en que la informalidad hiciera su parte sin importar los costos (microempresarios exitosos a costa del subempleo y la evasión tributaria). Nuestra clase media creció en medio del aplauso de la derecha y la incredulidad de la izquierda. Así resulta sencillo encubar ‘emprendedores’; más complicado es forjar ciudadanos. Por eso es que el desarrollo económico no tuvo paralelo político. La paradoja actual es que, sin este último, la continuidad del primero se vuelve inviable. De hecho, en la actualidad son empresarios sensatos los más preocupados por el rediseño institucional.
La corrupción y la penetración de poderes ilegales (narcotráfico, sicariato) e informales (minería informal, contrabandistas, etc.) en la política son la expresión del crecimiento sin instituciones. Pero si no se parte del sustento individual de esta paradoja –si no vinculamos informalidad y reformas–, cualquier medida será irrisoria. Un ‘shock’ institucional no es solo un conjunto de reformas integrales, es sobre todo rediseñar instituciones a partir de un giro metodológico: el ciudadano y su informalidad.