Es asombroso el contraste entre las ambiciosas reformas que quiere llevar adelante el gobierno y su aislamiento político. Apela, al final, al poder de la razón, a que los grupos políticos tendrán cabeza para reconocer la necesidad nacional de esas reformas pese a las acusaciones, resentimientos y enconos existentes y los intereses políticos particulares.
Los proyectos de ley enviados al Congreso para liberar las fuerzas productivas retirándoles amarras regulatorias, es, efectivamente, revolucionario; y por eso generará resistencias en algunas bancadas, defensoras del statu quo de sus clientelas gremiales o territoriales. La misma resistencia que genera la implementación de la Ley del Servicio Civil, que producirá también una revolución cultural en el Estado si se aplica bien y con la colaboración de todos. Dos reformas que se complementan a fin de que los resultados por los que trabaje un nuevo servicio civil meritocrático no sean el número de trámites y regulaciones, sino la solución de los problemas. Se necesita apoyo político para estos cambios, que transformarán el país.
Del mismo modo que se lo necesitará para dos grandes reformas pendientes: una ley general de trabajo que fomente el empleo y la formalización y libere a los trabajadores de la condena a bajos salarios sin derechos, y la reforma de la descentralización, para contener la anarquía, la corrupción y la proliferación de las mafias.
La descentralización requiere, por ejemplo, que el Gobierno Central tenga instrumentos de monitoreo, control, sanción e intervención cuando un gobierno regional o local desobedece o incumple políticas o normas sectoriales o no es capaz de ejecutarlas. El “Estudio del proceso de descentralización en el Perú”, publicado por la Contraloría de la República, propone que el ministerio en cuestión pueda hacerse cargo temporalmente de una función que un gobierno subnacional no pueda ejecutar por falta de capacidad.
Pero habría que ir más allá: se transfirieron apuradamente casi todas las competencias y funciones del Ejecutivo a los gobiernos subnacionales; pero hay gobiernos regionales que por su pequeño tamaño no pueden ejecutar muchas de ellas, o, alternativamente, hay competencias o funciones que por su naturaleza son más eficientemente manejadas a nivel central. El estudio de la contraloría no hace un análisis de este tipo para saber a qué nivel es mejor prestar cada función o servicio, pero podemos afirmar que la autorización y supervisión de la pequeña y mediana minería, por ejemplo, o de la pesca artesanal, no deberían estar a cargo de direcciones regionales sin personal especializado y muy cercanas a la fuente de corrupción. La administración de los derechos de agua y de bosques, por citar otros casos, no se pueden dividir territorialmente. La delimitación de competencias es confusa y es fuente de problemas. El canon también debe ser reformado.
Nada de esto se podrá hacer sin un respaldo político suficiente en el Congreso, que debería estar abocado a estos temas trascendentales en lugar de permanecer atrapado en una guerra de trinchera política. El primero que tiene que pedir paz es, sin embargo, el gobierno.