Las últimas semanas han estado marcadas por los escándalos de corrupción, especialmente en las regiones, y, también, por la epidemia de “tocamientos indebidos” en los buses de Lima. En ambos casos se trata de voracidades personales cuyo desenfreno perjudica a los otros. Y si hay desenfreno es por la falta de límites internos y externos. Es decir, por la debilidad de la conciencia moral que lleva a los responsables a no tener en cuenta el perjuicio que su goce puede significar para los otros, sus víctimas. Y, de otro lado, por la inoperancia del sistema de sanción que hace que los riesgos de violar la ley sean percibidos como muy bajos. La corrupción y los “tocamientos indebidos” ocurren hace tiempo pero solo han llegado a la primera línea de la agenda pública cuando han traspasado cierto límite. En el caso de la corrupción, ese límite fue el asesinato del principal opositor, Ezequiel Nolasco, en la región Áncash. La mafia se alucinó omnipotente, totalmente impune. Solo entonces se ha desarrollado una vigorosa reacción nacional contra la corrupción. Y respecto a los “tocamientos”, el límite fue la agresión a la actriz Magaly Solier, una figura pública de gran repercusión mediática. Gracias a su decidida denuncia muchas mujeres se atrevieron a contar lo que guardaban por vergüenza o por la expectativa de que nadie les haría caso.
Es muy probable que esta reacción contra los corruptos, y los mañosos, sea solo flor de un día. Es reconfortante que se haya producido pero si no pensamos en una lucha permanente, la indignación terminará cediendo y volveremos a lo mismo. El problema es la voracidad que no repara en los otros y que calcula salir impune, pues sabe que el sistema de sanción es una coladera. ¿Cómo controlar esa avidez que está en el fondo de la criatura humana? La figura del caballero, o de la dama, como personas respetuosas de la ley fue un modelo que se nos invitaba a hacer nuestro bajo el seductor incentivo de que así seríamos personas valiosas, amables y decentes.
En un mundo de caballeros surgen los héroes. En sus distintas versiones: el santo, el defensor de la comunidad, el artista, el sabio. Todos ellos dispuestos a sacrificar mucho de sí, hasta sus propias vidas, en beneficio de una causa superior. Honrando a sus héroes una comunidad hace suyos los valores que impulsan la justicia y la responsabilidad. El autocontrol de esa voracidad que, desenfrenada, destruye la confianza y hace que vivamos bajo el imperio del más fuerte, en la inseguridad y el miedo.
Ahora la presencia de los héroes se ha desvanecido mucho. Vivimos una época individualista y utilitaria en la que la idea de la inmolación pierde atractivo, pues evaluamos que, en realidad, solo tenemos nuestra vida. De esta situación se deriva la acrecentada tentación de la voracidad; vivir todas las fantasías sin que importen las consecuencias. Aunque estas sean dañar a los otros y terminar destruyéndose a uno mismo.
Es difícil imaginar un regreso al sacrificio. El individualismo no va a cambiar. Entonces le toca a la sociedad fomentar nuevos modelos de ejemplaridad que, para estar al alcance de todos, ya no pueden estar basados en el culto a un desprendimiento absoluto. Y estos modelos están entre nosotros pero no les hacemos el suficiente caso. Se trata de las personas que sin pretender cambiar el mundo sí aspiran a ser más íntegras, a hacer valerosamente lo que les corresponde cuando se enfrentan con el abuso y la prepotencia. Es el caso del policía que se enfrenta a los delincuentes, del periodista cuando denuncia a los corruptos, del taxista que devuelve el dinero que alguien olvidó en su carro, del juez que cree en la justicia, de la mujer que se resiste a la depredación del mañoso. Este es un heroísmo al alcance de todos. Es el “héroe discreto” de Mario Vargas Llosa. El empresario que decide no ceder a la extorsión de las mafias. Y no porque quiera ser una gran figura, sino porque esa es la manera de honrar el mandato de su padre: no dejarse abusar. De esa actitud deriva su autoestima, el respeto que se guarda a sí mismo. Si este ejemplo de consecuencia se generalizara no viviríamos con tanto miedo. Dejaríamos de ser cómplices de tanta injusticia.