Posiblemente la economía colaborativa (que involucra la interacción entre individuos a través de una plataforma digital como Uber, Airbnb u OLX) sea la mayor revolución económica de los últimos tiempos.
La comunicación multidireccional –en tiempo real, desde cualquier lugar, en cualquier momento y con la facilidad de obtener, procesar y compartir cantidades prácticamente ilimitadas de información– ha permitido el auge de toda una dimensión de la economía que antes era marginal. La conectividad entre individuos que tienen algo que comprar o vender con potenciales contrapartes ha permitido el desarrollo de mercados masivos antes insospechados.
Así, hoy cualquier persona, sin necesidad de montar una empresa, puede prestar servicios de transporte, brindar alojamiento en su casa, prestar dinero, vender objetos usados, entre otras cosas. Y si bien estos intercambios eran posibles antes –de hecho, ya se daban en alguna medida en el Perú, capital mundial del recurseo–, esos mercados no se desarrollaban debido a la falta de información y a los altos costos de transacción derivados básicamente de la necesidad de canalizar los negocios a través de empresas tradicionales.
Sin lugar a dudas, la clave ha consistido en la desaparición de los intermediarios tradicionales. Ello ha posibilitado que el consumo de este tipo de bienes y servicios crezca de manera exponencial, al igual que la productividad (la posibilidad de hacer un cachuelo en el tiempo libre o de vender un objeto en desuso es millones de veces mayor) y la tasa de innovación (basta ver la cantidad de apps y startups que aparecen diariamente).
El nuevo modelo se caracteriza por la presencia de tres actores claramente diferenciados: el microempresario con oferta, el consumidor o usuario con demanda y la plataforma digital que hace las veces de plaza o mercado. Por ende, cualquier regulación que desconozca y desnaturalice dichos roles y pretenda asimilarlos a otros tradicionales será contraproducente.
Así, por ejemplo, pretender que las plataformas respondan como proveedoras o empleadoras –cuando no lo son– es tan absurdo como pretender que un centro comercial responda por cada venta defectuosa o por cada obligación laboral que se produzca en cada tienda que alquile un espacio. Esto no significa que las actividades innovadoras no puedan o deban ser reguladas. De hecho, muchos aspectos ya están regulados por leyes que aplican dentro y fuera del entorno digital, como las normas tributarias o de protección al consumidor.
Para adaptarse a este nuevo mercado, la nueva regulación debe tender hacia la difusión eficiente de información (algo que las plataformas digitales posiblemente estén en mejor posición de hacer), pero evitando la generación de costos innecesarios y estándares artificiales.
Ello no ocurre con un reciente proyecto de ley –elaborado por el congresista Miguel Ángel Elías– que pretende regular el “servicio de taxi a través de plataformas tecnológicas” metiendo en el mismo saco a las que intermedian en el servicio y a las que simplemente facilitan la plataforma. Se les exige a todas “garantizar” obligaciones que corresponden al prestador del servicio (como tener seguro, licencia o revisión técnica) y prohíbe la oferta de determinados tipos de prestaciones que los competidores tradicionales sí pueden ofrecer (como recoger pasajeros en la vía pública). También exige obligaciones que los tradicionales no tienen, como inscribirse en un registro obligatorio, entre otras distorsiones.
Si bien frecuentemente vemos cómo los negocios tradicionales están sobrerregulados y en consecuente desventaja, la solución no pasa por regular más al innovador (o prohibirlo, como se ha pretendido en algunos países), sino más bien liberar al tradicional de sobrecostos.
En el país de los emprendedores, poner barreras y restricciones a la innovación es dispararse a los pies. Lo único que se logra es frenar el desarrollo y fomentar más aún la informalidad.