Nunca imaginamos que tendríamos que llegar al bicentenario de la independencia nacional, el 28 de julio del 2021, con dos dramáticas interrogantes sobre nuestras cabezas:
Una, si para entonces habremos logrado elegir democráticamente a un nuevo mandatario, recuperando así las sucesiones presidenciales continuas de los últimos 20 años, contra el traumático saldo autoritario y dictatorial que registra la historia.
Otra, si para entonces el presidente Martín Vizcarra habrá logrado enderezar el curso constitucional que desvió, irregular y peligrosamente, con la disolución del Congreso, bajo una forzada interpretación de “negación fáctica” de la cuestión de confianza, que estaba en manos del Gobierno plantearla y aplicarla correctamente.
De despejarse tales interrogantes, Vizcarra habría hecho posible su insólita conversión de audaz interruptor de un orden constitucional en obligado facilitador de las condiciones de recuperación del mismo, aun cuando con ello no logre borrar el sello autoritario temporal asignado a su ejercicio del poder sin control ni balance legislativo.
Si los actuales compromisos presidenciales de escrupuloso respeto a la Constitución y a la democracia resonaran con más credibilidad y con menos hipocresía pública, efectivamente en dos años más podríamos alcanzar un acontecimiento histórico inédito.
Un presidente que se puso al margen de las reglas de juego democráticas fundamentales podría culminar su mandato demostrando haber restaurado, en buena parte, el orden constitucional afectado por él mismo. Este presidente demostraría también haber dejado atrás su condición de autócrata temporal para reasumir, aunque con serias magulladuras, el fuero demócrata que lo acompañó hasta la disolución del Congreso.
De esta manera, Vizcarra rompería la lógica de los típicos autócratas de vocación que llegados al poder por el voto popular tienden más bien a extender indefinidamente sus mandatos, a llamar democracia a sus continuos procesos plebiscitarios, vía referéndum, a suprimir las libertades civiles y a perseguir a sus adversarios, además de conducir a la bancarrota a sus economías cerradas y a la zozobra y pobreza generalizadas a sus sociedades.
Cuán posible es esta conversión a futuro en alguien como Vizcarra, contradictoriamente dispuesto a no dejar que crezca hierba alguna en los predios de poder del fujimorismo, pero también resuelto a dialogar con lo que queda de sus adversarios del Congreso disuelto y a someter sus últimos actos al Tribunal Constitucional.
En efecto, Vizcarra está convencido de haber disuelto el Congreso constitucionalmente, pero respetaría el fallo del Tribunal Constitucional sobre tal decisión. Está igualmente convencido de que las elecciones parlamentarias convocadas para enero próximo nos legarán una mejor representación democrática en el Congreso, como si de él dependiera que así fuese. Confiesa que nunca quiso realmente llegar a esta situación (de ruptura del orden constitucional) y que no estará un minuto más en el poder el 28 de julio del 2021.
Esto quiere decir que estamos ante un presidente de facto, como un mal necesario pasajero, supuestamente reversible una vez superadas las condiciones que lo apartaron de su estatus jurídico normal. Culpa a los líderes del Congreso de haber archivado el proyecto de adelanto de elecciones, que hubiera permitido que el presidente y los parlamentarios acortaran sus mandatos. Y declara no tener la culpa de que la mayoría fujimorista tuviera que irse y él tuviera que quedarse.
Todo lo arriba descrito podría suceder en el mejor de los casos como también, por el contrario, nada descarta que de aquí al 2021, el propio Vizcarra, voluntaria o involuntariamente, vaya a descender en nuevas insalvables contradicciones, que no serían, por supuesto, las primeras.
Podríamos despertar así a un indefinido ciclo autocrático, a la pérdida de los pilares fundamentales del modelo económico que nos ha permitido crecer y por eso mismo superar muchas de nuestras hondas brechas sociales y a parecernos cada vez más a las naciones que por quitarse estas pajas de odio político e ideológico extraviaron su prosperidad.
Ya no necesitaremos confirmar en los extramuros del mundo si vivimos en democracia o autocracia. Lo sabremos, sin dudar un instante.