Hubo un tiempo en que los políticos y estadistas de Chile leían libros de historia e incluso, como fue el caso del venezolano nacionalizado chileno, Andrés Bello, se enfrascaban en discusiones historiográficas. Hubo un tiempo en que la oposición al modelo portaliano –que los liberales llevaron al extremo– se valió del poder de la palabra y a veces de la fuerza de las armas para hacer sentir la voz del disenso. Quien hizo públicas las carencias de la primera transición política chilena –de colonia a república– fue Francisco Bilbao, el brillante estudiante de Bello. El autor de “Sociabilidad chilena” (1844) murió joven, pobre y tuberculoso en Buenos Aires, no sin antes desafiar abiertamente a los conservadores que monopolizaron no solo el poder sino el discurso independentista. Para el profesor del Instituto Nacional, existía una serie de valores republicanos aún por consolidar. “Querer continuar los resultados de la revolución era hacer otra revolución” que, de acuerdo a Bilbao, debía tener por bandera la igualdad de los ciudadanos sin distingo de razas, credo o género. Lo anterior demandaba la abolición de todos los privilegios incluidos los de la Iglesia, colocando en el centro de la discusión la defensa de los intereses generales del pueblo sobre los particulares.
Bilbao, quien escribió que sin pensamiento propio cualquiera podía gobernar tu mente, e incluso esclavizarte, vio arder su obra en una gran fogata levantada en la Plaza de Armas de Santiago. Las fuerzas reaccionarias, que no aceptaron sus críticas al modelo vigente, no solo exigieron su separación inmediata del Instituto Nacional, sino lo acusaron de blasfemia, obligándolo a pagar una onerosa multa que fue subvencionada por estudiantes y amigos. A partir de ese momento Bilbao se convirtió en un héroe popular, la voz de un liberalismo radical que luego de su temprana partida no volvió a florecer con igual convicción. Perseguido por sus enemigos, entre ellos una Iglesia ultramontana que lo detestaba, el joven intelectual partió a Europa donde se nutrió de un 1848 francés que cambió su mirada política para siempre. A su regreso a Chile fundó, junto a Santiago Arcos, artesanos y colegas, la Sociedad de la Igualdad (1850). Un foco de discusión y activismo pero también de auxilio mutuo cuya influencia rebelde llegó a San Felipe, Coquimbo e incluso se extendió a los mineros de Copiapó. Para los igualitarios, como Arcos, mientras subsistiera “la influencia omnímoda del patrón”, una que castigaba “la pobreza con la esclavitud”, no habría posibilidad de reforma en Chile. Adelantándose a un futuro donde no existía lugar para el diálogo, Arcos pronosticó un escenario de dos anarquías: una a favor de los ricos y otra a favor de los pobres, los que constituían un 90% de la población. Luego de la represión de parte de Manuel Bulnes primero y Manuel Montt después, Bilbao solicitó a cada socio de la Sociedad de la Igualdad que, además de conservar su “billete” (carnet), fueran “buenos ciudadanos”. Pero por sobre todo que nunca olvidaran que el credo igualitario viviría “debajo de la tierra” y algún día regresaría a Chile para levantarse de nuevo.
En estos días de marchas multitudinarias por la igualdad, pero también de muerte y destrucción, me acordé de Bilbao y de la fogata que sus adversarios alimentaron con su magnífica obra. Bilbao es uno de aquellos visionarios decimonónicos –americanista además de defensor de los derechos de las mujeres– que entendió claramente que sin inclusión y justicia no había república. Es por esa razón que viaja a la Lima de su infancia para ayudar a los liberales a derrocar a un mandatario corrupto que, como José Rufino Echenique, había deslegitimado su representación. Siguiendo la trayectoria política del Chile del XIX es posible observar que, al igual que en otros países de Latinoamérica, no se llevaron a cabo las reformas que Bilbao propuso y las exclusiones continuaron. Más aún en momentos de graves crisis –como la ocurrida en la década de 1870–, Chile optó por un salto hacia adelante. Una guerra de expansión, la del Pacífico, que además de traer recursos para un mundo de privilegios y reacio a pagar impuestos, colaboró en fortalecer un sentido de superioridad que enmascaró inmensas contradicciones. En la brutal guerra civil de 1891, donde desde Santiago era posible ver la pira funeraria levantada en Lo Cañas, se hace evidente que la violencia estaba instalada en el seno de una sociedad condescendiente y olvidadiza. Y Alberto Edwards lo entendió. A raíz de la elevación del coronel Ibáñez como solución a la crisis del sistema oligárquico, el autor de “La fronda aristocrática” anotó en 1924: “Las grandes crisis políticas de la historia se caracterizan por el trastorno de los fundamentos del poder; pero la pérdida de la realidad del poder mismo, equivale a la muerte, a la decapitación social”. A veces es necesario que una gran conmoción te regrese del espejismo de un oasis construido en tu imaginación, como el que creyó ver el presidente Piñera antes del estallido de la crisis. En estos tiempos difíciles, pero a la vez esperanzadores, Chile debe recobrar la política y la memoria para construir esa “sociabilidad chilena”, justa e inclusiva, que Francisco Bilbao proyectó para una Latinoamérica que definió y tanto amó.