Desde que tengo uso de razón –y quizás desde mucho antes–, el racismo ha formado parte de mi vida, aunque durante largo tiempo no lo percibiera como tal porque se escondía detrás de pequeños gestos, expresiones coloquiales, representaciones y pensamientos.
Estaba presente cuando, por ejemplo, mis hermanos, amigos y yo –aun siendo niños– le ordenábamos a “la muchacha” que nos atendiera con cierto aire de superioridad, burlándonos de su origen indígena, condición socioeconómica y forma de hablar el castellano. Una conducta innegablemente aprendida de nuestros padres, quienes, a su vez, deben haberla heredado de mis abuelos, y así por delante.
Saco a la luz este recuerdo infantil a propósito de dos hechos aparentemente diferentes ocurridos en las últimas semanas que, a mi modo de ver, encierran una misma esencia.
El primero se refiere a las disculpas públicas ofrecidas por la surfista y medallista panamericana Vania Torres, quien se “caracterizó” como una mujer andina sucia con la finalidad de promover el consumo de paños desmaquillantes; un hecho por el que ha sido denunciada por racismo.
En su defensa, ella afirmó que “este personaje fue hecho con mucho cariño y fue una escena de drama que hice para un taller de actuación que vengo trabajando hace muchísimo tiempo”. “Este personaje fue para hacer drama, no fue para hacer comedia, ni para hacer burla”, manifestó. Y concluyó: “su respeto [el de sus seguidores en redes sociales] vale muchísimo para mí y quería pedirle perdón a las personas que se han sentido ofendidas por esta publicación; [...] a mí me hace sentir orgullosa ser parte de este país”.
Quizás lo más grave de este alegato inicial no es lo que dice, sino aquello que omite: no reconocer haber incurrido con su ‘brownface’ en un acto racista, al asociar la suciedad con una persona nacida en los Andes, y demorar en condenarlo abiertamente.
Una semana antes, Eduardo Guzmán, el presidente del Instituto Nacional de Radio y Televisión, que abarca a TV Perú y a Radio Nacional, dijo: “¿Sabía usted que nuestros compatriotas altoandinos se despiertan muy temprano para iniciar sus labores de campo? A las 4 de la mañana ya están en pie para realizar su trabajo. Y el 80 o 90% de los quechuahablantes de los sectores urbanos son bilingües”, en respuesta a un periodista de un medio extranjero que le preguntó en Twitter sobre cuáles habían sido las razones para modificar el horario de los noticieros en lenguas originarias.
Sin responder a la interrogante, Guzmán le retrucó también a un profesor de quechua que expresó su preocupación por el repentino cambio de horario. “Desacreditar y mentir por desconocimiento es cuando uno lee comentarios como el suyo. ¿Sabía que desde enero en todos nuestros noticieros en español, de la mañana, mediodía y noche, incluimos bloques en lenguas originarias?”.
Al parecer, el funcionario concibe que las personas que hablan quechua solo trabajan en el campo y desconoce que dichos espacios en la radio y en la televisión estatales fueron creados para visibilizar a un amplio sector de la población que no lo es en los medios de comunicación nacional. Vale decir, no solo les proporcionan información, sino que, además, son una forma de reconocerlos como ciudadanos.
Tampoco se ha percatado de que colocar pequeños segmentos en lenguas originarias en un noticiero donde predomina el español lanza un mensaje contradictorio para quienes no lo hablan: es mejor aprender el español para entender la mayor parte de las noticias que se presentan en el noticiero en desmedro de las lenguas originarias. ¿Es este el mensaje que deberían dar los medios de comunicación del Estado?
Es hora de cuestionar todo aquello que ha cincelado nuestra forma de pensar, actuar o, más aun, percibir el mundo, y ser conscientes de que lo que antes era admitido, ahora no lo es, ni debe serlo nunca más. Que algunas acciones tomadas o palabras pronunciadas bajo el rótulo de combatir el racismo y la discriminación pueden acabar, al fin y al cabo, reforzándolo.
Discriminación y racismo son dos caras de una misma moneda. El racismo sistémico aflora al asociar a las personas de determinado origen con la suciedad, con una menor capacidad intelectual, agresividad, violencia, o con la creencia de que se dedican mayoritariamente a una sola actividad, que son pobres y que merecen, por tanto, una dádiva del Estado.
Casos como estos se suscitan a diario en diferentes rincones del país y son de larga data, aunque pocos conquisten espacios en los medios de comunicación o en las redes sociales, tal como quedó patentado en la novela “Aves sin nido”, en el distante año de 1889, de la cusqueña Clorinda Matto de Turner, precursora en la denuncia contra el racismo, el clasismo y el sexismo.
Si deseamos construir una nueva sociedad debemos reconocer que hemos nacido y crecido en un país racista, que admitía lo anormal como normal. Solo así comenzaremos a cambiar.
* El autor es expresidente del Instituto Nacional de Radio y Televisión.