No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Pronto Alejandro Toledo debe de estar en Lima (extraditado) para afrontar sus procesos de colusión y lavado de activos, penas que, sumadas y de no mediar alguna decisión de su defensa, podrían acarrearle hasta 35 años de cárcel.
Debido a la trayectoria del personaje en cuestión (negación de la realidad, mitomanía compulsiva varias veces demostrada y hasta una suerte de sociopatía), es difícil imaginar al ex hijo predilecto de Cabana sometiéndose mansamente a los procesos en curso y a una prisión preventiva inmediata.
Según algunos penalistas, el mejor escenario procesal al que podría aspirar es al de la confesión sincera y a una conclusión anticipada previo acuerdo con la fiscalía, a cambio de información relevante y demostrada sobre la identidad de otras personas que lo acompañaron en la comisión de delitos.
La pena sería drásticamente menor que la máxima antes señalada e implicaría el procesamiento de varios otros personajes públicos (o expúblicos) que claramente hubieran preferido que la extradición se hubiera frustrado.
En ese contexto, tendríamos a dos expresidentes (Toledo y Pedro Castillo) procesados casi en simultáneo por delitos graves de corrupción, que en su momento ondearon banderas similares para obtener la confianza de la gente (peruanos humildes provenientes del Ande rural y olvidado, que lideraron una cruzada contra Lima, los partidos, los líderes tradicionales, el racismo, el clasismo, el centralismo y el antifujimorismo) y que luego de hacerse del poder actuaron peor que sus eventuales enemigos.
Además de que probablemente cohabiten en el mismo penal, otra paradoja es el uso pernicioso de la democracia como una ganzúa para su propio beneficio. He aquí el peor daño, a mi juicio. Porque el mensaje ulterior que casos como los de Toledo y Castillo transmiten es que el período posfujimontesinista, al que llegamos justamente para restaurar un país cuya clase política estaba infestada de corrupción, solo supuso un cambio de actores pero con el mismo guion, aunque reforzado: seguir robando y aún más.
Ergo, ¿cómo pedirle confianza a la gran mayoría de peruanos en su sistema democrático cuando se ven traicionados (permanentemente) por cada granuja al que, por razones coyunturales (antifujimorismo o ponga aquí el anti que quiera), o por su autovictimización como pobres o excluidos, se entroniza en el poder?
Lo normal sería que cuando un perfil como el de este binomio se acerque a pedir el voto de la gente, un resorte inconsciente de autoprotección del peruano promedio responda: “Ni hablar, esa telenovela ya la vi”.
La vacuna contra el COVID-19 nos funcionó, ¿habremos desarrollado esta otra?