“Iniciamos la GRAN CRUZADA para identificar a estas personas” fue el tuit debut, hace poco más de un mes, de la cuenta en Twitter @fujitrolls, pero no fue sino hasta la semana pasada que dicha campaña alzó vuelo (mediático).
Se trata de una tarea que han emprendido varios usuarios de Twitter (incluyendo periodistas y personalidades de la tuitósfera) para identificar a otros usuarios que los atacaban (o a terceros) a través de mensajes ofensivos y desde el anonimato. A partir de ahí se ha armado una discusión que ha incluido expresiones dignas del debate electoral peruano al estilo “no te victimices”, “¿y por qué no dicen nada de los ppkausas trolls?”, “están atentando contra su seguridad al exponer sus identidades”, “no es opinión la del que ataca cobardemente desde el anonimato”.
No es mi interés dedicar esta columna a descubrir la verdad sobre el origen de estas cuentas, dilucidar si forman parte de un ejército dirigido desde un centro de comando digital, ni desbaratar o respaldar cualquier teoría de conspiración sobre el origen de un tuit. Prefiero aprovechar esta coyuntura para abordar algunos temas que considero importantes con prescindencia del momento en que ocurren. Si algo bueno se puede sacar de las épocas electorales es que, a veces, nos permiten discutir cosas relevantes, aunque solo sea durante la semana que dura el ruido. Y es mejor contribuir a la conversación antes de que aparezca un congresista con un proyecto de ley para incluir como agravante en el Código Penal el ataque vía Twitter u otro que penalice revelar las identidades en redes sociales.
¿Es válida una opinión anónima? Sí. ¿Incluso la de un troll? Considero que sí. Quienes defendemos la libertad de expresión, la defendemos incluso respecto de expresiones que nos parezcan repulsivas. En un mercado libre de ideas –nos inspirarían John Milton y John Stuart Mill– la sociedad terminará por privilegiar las admirables y descartar las inútiles.
No es libertinaje. Es libertad, bajo la confianza de que las personas sabrán favorecer las mejores opiniones y el simple reconocimiento de que es preferible proteger incluso las expresiones más ofensivas que confiar el poder de censura a un solo sujeto (llamémosle juez y pensemos en un juez peruano para entender el peligro).
¿Pero no es cobarde expresarse anónimamente? No necesariamente. Sin la protección del anonimato, valiosas (y valientes) opiniones se perderían. Quizá menos personas hablarían de los derechos de las minorías gays si tuvieran que identificarse o los opositores a gobiernos dictatoriales como el cubano y el venezolano guardarían silencio por el temor a represalias si fueran descubiertos. Y nuevamente, prefiero no correr el riesgo de que una sola persona decida qué opiniones son apreciables y cuáles no.
¿Es ilegal entonces exponer la identidad de los trolls? Por supuesto que no. El derecho al anonimato no significa hacerse los ciegos. La identidad es protegida por cada uno. Si alguien es descuidado y no cuida su identidad, no hay por qué juzgar a quienes la descubren.
Distinto sería el caso si quisiéramos obligar legalmente a un juez o una plataforma (como Twitter) a revelar la identidad de los usuarios. Eso sí vulneraría el derecho al anonimato, más aun si quien se expresó bajo un seudónimo lo hizo en la confianza de que su identidad estaría protegida.
Por ello, no encuentro nada de malo en una iniciativa privada para desenmascarar a sus atacantes. Después de todo, solo están mostrando la verdad. Aquellos trolls (de cualquier camiseta) usaron sus cuentas para lanzar terribles calificativos y, aunque no estaría dispuesto a pedir una sanción legal para ellos por sus expresiones, sí lo estoy para que reciban la sanción moral que merecen. Y si consideran que sus expresiones no eran reprochables, bueno, entonces seguramente la sociedad los premiará por el valor de estas.
Los trolls son molestosos y costosos, pero más costoso es impedir el discurso libre y anónimo.