Se fue octubre y me dejó el turrón. Se fue y me dejó un kilo de más y la picadura de una muela. Turrón dulce y cruel. Tengo que confesar que soy amante del turrón de Doña Pepa y cada octubre como turrón como condenado. Me vierto al placer del engranaje de esos bastoncillos de harina, manteca y anís con esa miel untuosa bañada de grageas y compro los que por tradición siempre comí. Cada año me digo: “haré mi investigación para ubicar el mejor turrón, el definitivo” y nunca puedo hacerlo por falta de tiempo. Este mes, por fin me di el tiempo para hacerlo.
No podía oponerme a ese destino dulce y cruel. Mi búsqueda empezó entre mis contactos de Facebook para confirmar aquellos que ya conocía o encontrar nuevos referentes. Lo primero que encontré fue que no estoy solo en mi ‘turronofilia’. Pensé que solo éramos pocos quienes amamos este postre y que para otros es un bloque intragable de empalagamiento mortal. Las recomendaciones llegaron por montón.
Establezcamos el marco de la investigación con los antecedentes. Como la mayoría de productos culturales, y más aun producto de una minoría invisibilizada como la afroperuana, sus orígenes y constitución bordean la leyenda.
La tan mentada esclava Josefa Marmanillo, a quien se le vincula la creación del postre con un milagro del Señor, es quizás una bonita leyenda que inclusive le dio el nombre Pepa.
A mi juicio, más parece una estrategia de incipiente márketing del siglo XIX: las grageas y el nombre la delatan. Sin embargo, al parecer existió una Josefa como lo aseguran José Gálvez y Luis Alberto Sánchez, pero la ubican en una época más reciente. Lo más cierto es la filiación negra del postre por la hechura y su relación con el Señor de los Milagros (caso casi único en el Perú, en donde gastronomía y fiesta religiosa se unen).
Disquisiciones aparte, fui desde el centro de la ciudad a los barrios costeros, me moví por pastelerías y panaderías, eché mano de amigos miembros de clubes inexpugnables, realicé llamadas a proveedoras caseras y alguno que otro turrón me fue alcanzado como dádiva sabiendo de mis inquisiciones.
Debo decir que si bien esto es materia de subjetividad (cada uno puede tener su favorito de acuerdo a sus criterios) sí hay algunos que no pasaron la prueba de calidad de mi muela.
Los producidos industrialmente son eso, industria y no arte, de sabor estandarizado. Los hubo aquellos de victorias pasadas y hoy dormidos en sus laureles. Hubo otro de equilibrio perfecto entre masa y miel para no empalagar. A mí eso me parece muy políticamente correcto, prefiero el desbalance ligero del dulzor.
Hay quienes desprecian el sabor y textura de la masa haciéndolas demasiado anisadas, duras o arenosas, otros hacen mieles secas y de sabores indescifrables. Hay otros casi perfectos. Casi. Encontré el que más me gusta, por ahora.
No diré cuál, siento defraudarlo, pues, como digo, el gusto es un tema subjetivo. Me guardo el secreto en el fondo de mi estómago. Bien en el fondo. ¡Ay, turrón dulce y cruel!