La democracia liberal o representativa se diferencia de la democracia directa en que está diseñada para poner límites al poder a fin de proteger las libertades y derechos individuales. La democracia directa puede ser muy abusiva y convertirse en la dictadura de la mayoría. Se presta al protagonismo de demagogos. Por eso, Aristóteles explicaba que la democracia (directa) inevitablemente degenera en demagogia.
La utilización del “pueblo” como fuente de autoridad para tomar decisiones políticas es aún más peligrosa porque ni siquiera hay una votación de por medio, sino la interpretación de dicha voluntad realizada por un partido que se autodefine como vanguardia iluminada del pueblo. Y lo que ocurre es que el partido proyecta su ideología sobre la población y ve demandas que no existen.
Así, mientras, según las encuestas, la gente demanda reactivación económica, la bancada gubernamental presenta un proyecto para la asamblea constituyente y el partido recoge activamente firmas para el referéndum. Esto socava toda reactivación económica porque siembra profunda incertidumbre, pues la constituyente será un medio para concentrar poder político y económico. La consecuencia es el alza del dólar y, por lo tanto, de los alimentos y otros bienes, perjudicando la economía popular.
El Gobierno actúa entonces contra el pueblo que dice encarnar. Pero es más grave porque anuncia medidas diseñadas para excluir al pueblo en beneficio de la nomenklatura partidaria y sindical. El ministro de Trabajo –el exsenderista Iber Maraví– promete un conjunto de políticas que no harán sino encarecer el costo de la formalidad laboral, de modo que la barrera para acceder a derechos laborales se volverá aún más difícil de superar. Se condena así al 75% de los peruanos a la informalidad, que constituye la mayor desigualdad estructural de nuestro país y una de las más escandalosas del mundo, y que el ‘premier’ Bellido calificó hipócritamente de “indignante” en su discurso al Congreso.
¿Y en beneficio de quién? Pues del status quo sindical y partidario, que ni siquiera es capaz de percibir que con políticas más libres y abiertas habría mucho más trabajo formal, mejores salarios y, por lo tanto, una base sindical mucho más amplia y poderosa en lugar de ese ridículo 1,5% de la población ocupada que representa ahora. El perro del hortelano en su máxima expresión.
También anunció el retiro de la demanda de inconstitucionalidad de la ley que eliminó los CAS. Esto es increíble porque lo que se logra con esa ley es impedir para siempre la meritocracia en el Estado. Los 300 mil CAS pasan a ser nombrados sin concurso y sin formar parte de una carrera con evaluaciones de desempeño. No solo eso, propuso disminuir las atribuciones de la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir), que es la última esperanza de avanzar hacia un Estado profesional y meritocrático. ¿A quién le perjudica tener servicios públicos gestionados por personal no calificado o irresponsable al que no se le pueda exigir nada? Pues al pueblo, nuevamente. ¿En beneficio de quién? De argollas y gremios enquistados que defienden su propio interés y no el de los usuarios.
La tarea ahora era desmontar bombas de tiempo fiscales que dejó el Congreso anterior, pero, lejos de eso, se activan nuevas. Agreguemos el fuerte incremento del gasto social para paliar los efectos de la incertidumbre, en lugar de eliminarla, con lo que el resultado será el colapso fiscal del Estado Peruano. Pero se conseguirá una población agradecida a “un gobierno que se preocupa por el pueblo”. Pues todas esas medidas sirven, además, para consolidar bases de apoyo burocráticas, sindicales y sociales para conseguir la famosa asamblea constituyente que le permita a Pedro Castillo concentrar poder y perpetuarse en él. Y todo con la venia de las bancadas de centro, alegres comparsas del gran engaño.
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