Vivimos en tiempos de una pandemia que demanda un alto grado de solidaridad para combatirla y, eventualmente, derrotarla. Pero no se trata de la solidaridad inmediata y cortoplacista que nos lleva, por ejemplo, a donar ropa ante una tragedia. Sino de una de largo aliento que exige lo que los estudiosos del capital social llaman “reciprocidad generalizada”.
Lo más común en toda sociedad es que practiquemos la reciprocidad “específica”, que normalmente ocurre con las personas más cercanas: familia, amigos, barrio o comunidad. Como su nombre lo indica, se trata de un intercambio de favores directo y mutuamente correspondido. ‘Yo te ayudo a techar tu casa y tú me ayudas en mi cosecha’. Tas con tas.
La reciprocidad generalizada, en cambio, no es directa ni inmediatamente correspondida. Consiste en una acción beneficiosa dirigida a otros –terceros desconocidos– que se realiza con la confianza de que será retribuida en algún momento. Por ejemplo, yo me detengo ante una señal de “Pare” y dejo pasar a un peatón, no porque lo conozca, sino porque confío en que, en algún momento cuando yo sea peatón, otro conductor respetará mi preferencial. Igualmente, uso una mascarilla para protegerme a mí y a los demás, no solo a los de mi entorno cercano. Esto es parecido a un bien público, en el sentido de que, mientras más personas usen mascarillas, más a salvo estaremos todos, incluyendo los que se niegan a ponérsela.
Otra demanda social que nos hace el COVID-19 es la que exige solidaridad con los sectores normalmente marginados en sociedades crecientemente obsesionadas con la juventud y la perfección corporal. Si esta fuese una epidemia que atacase a todos con igual ferocidad, los comportamientos sociales serían otros. Pienso, por ejemplo, en la polio y en cómo esta podía afectar a cualquier niño, sin importar su nivel socioeconómico o su procedencia. Al igual que el coronavirus, la mayoría de los infectados de polio eran asintomáticos, y solo el 1% de los casos terminaban en parálisis o muerte. Estas características de universalidad de contagio y probabilidad compartida de desenlace trágico propiciaban la acción colectiva.
Por el contrario, en los últimos días, hemos visto a muchos jóvenes estadounidenses saliendo a las calles, bares y playas con arrogante brío, porque saben que las probabilidades juegan a su favor. No importa que los expertos en epidemias y salud pública les expliquen sobre los asintomáticos y sobre cómo podrían contagiar a sus familiares y amigos cercanos. El egoísmo, propio de una era que lo ensalza, y una mala entendida libertad para ejercer derechos (a la juerga) están llevando a un repunte trágico de la enfermedad en el país del norte.
¿Por qué no todas las sociedades han tenido respuestas tan individualistas?
En una entrevista reciente al reconocido politólogo Francis Fukuyama, le preguntaron sobre qué aspectos consideraba esenciales para entender el relativo éxito o fracaso de los países al momento de combatir el coronavirus.
Fukuyama respondió que el tipo de régimen (autoritario o democrático) no tenía mayor correlación, pues existían éxitos y fracasos en ambos sistemas de gobierno. Encontraba, en cambio, que el desempeño estaba relacionado con tres aspectos fundamentales. En primer lugar, con la capacidad y calidad del Estado, especialmente con respecto al sistema público de salud y a cuán asequible resultaba este para la población. En segundo lugar, con el nivel de confianza interpersonal e institucional, ya que conduce a que las personas respeten las medidas recomendadas por las autoridades. Y en tercer lugar, con un bajo nivel de polarización, que facilita la construcción de acciones colectivas concertadas.
En el caso particular de los Estados Unidos, Fukuyama opinaba que ninguna de estas condiciones se cumplía. El sistema de salud fragmentado, privatizado y con sobrecostos sigue marginando a amplios sectores de la población. Además, EE.UU. es uno de los países desarrollados con niveles más bajos de confianza interpersonal, aunado a una tradicional desconfianza hacia el Gobierno. Y, finalmente, atraviesa uno de los momentos de mayor polarización en su historia, lo que ha engendrado el populismo de Donald Trump y su pésimo manejo de esta enorme crisis.
Y pensar que muchos peruanos vivían tan preocupados por emular el “American way of life” que no se dieron cuenta de que, en realidad, ellos se estaban copiando de nosotros.