Cuando el 15 de febrero el comando unificado Inca Manco Cápac “asumió” el control del orden interno en Puno, había entre 35 y 37 puntos de bloqueo. El Ejército empezó a desbloquearlos en las madrugadas, llevándose las piedras lejos solo para que los piquetes volvieran a ponerlas al día siguiente, pero en cantidad y tamaño cada vez menor. Al cabo de una semana y media, el número de puntos de bloqueo se había reducido a la mitad, pero luego de eso no ha habido mayor progreso. Es una estrategia basada en la no confrontación, buscando el desgaste (a ver quién se cansa primero), y en conseguir el apoyo de la población con acciones cívicas. A tal punto que a la hostil zona aimara enviaron pocos hombres, la mayor parte sin armas y con órdenes de no disparar. El resultado fue soldados apedreados y seis ahogados.
A una zona como esa se debe ingresar con una fuerza mucho más numerosa, no para aplastar, sino para disuadir y prevenir los ataques precisamente –aunque los aimaras pueden movilizar a 10.000 o 15.000 hombres–, y con un batallón de ingeniería para mejorar carreteras y colegios. La alternativa es dejar la zona en manos de las dirigencias radicales hasta que el aislamiento termine de rendirlos por asfixia económica.
Es claro que el orden interno lo siguen controlando esas dirigencias, que imponen una férrea dictadura. Se requiere de una estrategia política, que tampoco es fácil, porque Puno aparece casi como un monolito irreductible. Pero no es un monolito. Si bien es el tipo de sociedad en la que los intereses individuales se subordinan a la identificación étnica, de todos modos hay sectores, como los comerciantes, que están desesperados con las medidas restrictivas impuestas por las dictaduras radicales. Comerciantes puneños en Lima invitados a opinar se niegan a hacerlo por temor a represalias contras sus familiares en Puno.
El Gobierno debería nombrar un alto comisionado político con capacidad ejecutiva para terminar obras paralizadas por la corrupción y buscar interlocutores entre estos sectores oprimidos. El Gobierno –o el empresariado– debería desarrollar una campaña comunicacional exponiendo la forma en que los comerciantes y la población en general se están empobreciendo y ya no pueden pagar sus deudas, y muchos se quieren ir, como consecuencia de los bloqueos y los cierres compulsivos. Hay que mostrar el abuso para precipitar la rebelión contra esas dictaduras.
Los mineros informales de La Rinconada, en el distrito de Ananea, también están sufriendo como consecuencia de que no pueden sacar su oro a Bolivia. Lo interesante es que han enviado una carta a la presidenta Dina Boluarte quejándose por la alta inseguridad que sufren, y demandando estado de emergencia con presencia policial y militar. Allí impera la ley de la selva, y los mineros son constantemente asaltados para robarles el oro. Pero lo más interesante es que le piden a la presidenta que se instalen bancos, un centro de acopio y comercialización de oro, un laboratorio de análisis químico e incluso una pista de aterrizaje para llevar el oro directamente al aeropuerto Jorge Chávez. Quieren formalizarse para tener seguridad y poder crecer.
Entonces es la gran oportunidad del Estado Peruano para entrar en esa zona con una propuesta sencilla y práctica de formalización, que serviría como cabecera de playa para la pacificación y la recuperación de la ley y el Estado de derecho en la región. Y como laboratorio para la formalización de la minería informal a escala nacional. De paso, cortamos de cuajo la adicción boliviana al oro peruano, que ha alimentado el proyecto de Evo Morales de potenciar la nación aimara para procurar un separatismo que facilite la importación de ese oro y eventualmente el control de otros recursos como el litio. Puno es el Perú.