“Las empresas deberían estar prohibidas de hacer aportes a partidos políticos” y “es mi dinero y hago lo que quiero”. Entre estos dos extremos de argumentación nos hemos movido la última semana a raíz de la revelación de que varias empresas habrían entregado dinero, directa o indirectamente, a favor de la campaña de Keiko Fujimori en el 2011.
La discusión –que suele estar ausente en los polos– pasa por definir si aceptamos o no que las empresas privadas participen de la vida política del país en el que operan. Y en caso se responda positivamente a la primera interrogante, definir qué tipo de reglas se aplican.
Aunque por la coyuntura mi posición sea la menos popular, considero que las empresas sí deberían poder aportar a partidos y campañas políticas. Si bien las corporaciones no votan, sus derechos y obligaciones sí están en juego en cada elección. Una empresa privada tendrá mayores oportunidades de éxito en un gobierno pro mercado que en uno estatista. A una empresa nacional quizá le convenga más un Congreso proteccionista que uno que promueva la eliminación de aranceles. La misma lógica aplica también para los sindicatos de trabajadores, las ONG, las asociaciones profesionales y demás agrupaciones de personas. Simplifiquemos con fines ilustrativos: tanto derecho tiene un gremio de transportistas en hacer un paro para que les devuelvan el impuesto selectivo al combustible que una minera en hacer lobby para que no les suban las regalías.
La presión política tiene varios rostros, así que, hipocresías de lado, no deberían indignarnos únicamente aquellos que vienen impresos en billetes.
El problema actual y que suscita un justo reclamo tiene que ver con las influencias ocultas. En maletines y no bancarizadas.
Digamos las cosas como son. En la campaña previa a las elecciones del 2011, era comprensible el temor de buena parte del empresariado nacional respecto de Ollanta Humala, y previsible que aquel decidiera apostar por que el Partido Nacionalista no ganara las elecciones. Que luego Humala cambiara el polo rojo por la camisa blanca y abandonara “La gran transformación” una vez elegido no cambia el pasado.
Pero hay una larga distancia entre invertir en un gobierno pro mercado y hacer millonarias donaciones subrepticias a una candidata. Y el problema trasciende al mero incumplimiento de los topes legales vigentes entonces (60 UIT) o a las eventuales infracciones sectoriales por no bancarizar esos caudales o no tributarlos como correspondía. Lo que complica más el asunto es que cuando un aporte de esa magnitud se hace de la forma soterrada como ocurrió, surge la duda de si una empresa está apoyando ideas políticas o más bien está comprando un candidato.
Y, entonces, el principal pecado del BCP, Gloria, la Confiep, o la empresa o gremio que fuere no es financiar a un candidato “pro mercado”, sino sembrar la sospecha opuesta: la del mercantilismo. Pues en eso consistiría precisamente comprar las simpatías de un candidato o partido político.
Varias lecciones que espero que las empresas extraigan de este ‘affaire’ es que las campañas de último momento no ganan elecciones ni aseguran un modelo económico. Quizá, entonces, en lugar de apostar por candidatos cuando se acercan a la meta, deban invertir en generar evidencia y crear consciencia, en capacitar y difundir mejor las ideas que estiman favorables para el país. Las ideas, al final del día, perduran más que nuestros mutables partidos políticos… y cuestan menos.