¿El fin de las utopías?, por Carmen McEvoy
¿El fin de las utopías?, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

En este 2016, plagado de tragedias, es importante recordar el quinto centenario de la edición de un libro que marcó un hito en el pensamiento occidental. Publicado en 1516 en Lovaina, “De optimo reipublicae statu, deque nova insula Utopia” (Del Estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía) de Tomás Moro, se refiere a Inglaterra, la cual fue comparada con una sociedad que vivía en una isla ficticia. 

El texto, corto pero innovador, fue la respuesta, indudablemente radical, al ambiente hostil que reinaba en la Europa de las monarquías imperiales. Además de ser publicada en uno de los centros del renacentismo y de expresar el mayor de sus sueños –un ser humano viviendo en armonía con la naturaleza y sus semejantes– la Utopía de Moro es una oda, en clave extrema, a la justicia y a la igualdad. 

Frente al auge del capitalismo y de una corrupción y crueldad, globalizadas, a partir del descubrimiento de América, la conversación ficticia entre Moro y un viajero portugués expresa las angustias de una ‘intelligentzia’ buscando su lugar en un mundo que avanza inexorablemente a esa situación donde “todo lo que es sólido se disuelve en el aire”. En ese contexto, Moro mueve la discusión a una suerte de frontera ignota para analizar conceptos revolucionarios como propiedad común, igualdad, eutanasia, divorcio o libertad religiosa, que serán retomados por sus pares siglos después.

A Moro se lo recuerda porque fue una de las víctimas de las guerras religiosas que ensangrentaron Europa durante su complicado tránsito a la era moderna. Antes de ser ejecutado por orden de Enrique VIII –a quien sirvió con lealtad hasta su divorcio de Catalina de Aragón y posterior rompimiento con la Iglesia Católica–, el amigo de Erasmo estudió en Oxford. Fue ahí, y en los conventos que preservaron el saber occidental, donde se nutrió de los clásicos griegos y romanos. 

La estrecha relación de Moro con el mundo del saber se pone de manifiesto cuando describe las características de los habitantes de su comunidad imaginaria. La superioridad de los utopianos –gente desprendida de las riquezas materiales– radicaba en su notable pasión por aprender. Sin el fantasma de la guerra que asolaba Europa, los habitantes de Utopía (el ‘no lugar’ o el ‘lugar bueno’) estaban dedicados a la búsqueda de la felicidad “propia y ajena”.

La influencia de Tomás Moro, santificado y nombrado recientemente patrón de políticos y gobernantes, fue sentida en su tiempo proyectándose hasta nuestros días de distopía y desesperanza. 

Moro, señaló uno de sus contemporáneos, fue un hombre poseedor de “la inteligencia de un ángel y de un conocimiento singular”. Agregando que no existía un letrado europeo capaz de exhibir similar dosis de “dulzura, humildad y afabilidad”. Probablemente, añadimos nosotros, también de ambición. Rodeada de luces y sombras, la Utopía de Moro nos ha hecho olvidar otros escritos del canciller de Enrique VIII, entre ellos “El gusto de vivir”, unas bienaventuranzas llenas de humanismo, sentido común y humor. 

En las “bienaventuranzas de la alegría”, como también se las conocen, Moro propuso un programa positivo de existencia muy alejado del mundo utópico al cual usualmente se lo asocia: “Felices los que saben reírse de sí mismos porque nunca terminarán de divertirse. Felices los que miran con seriedad las pequeñas cosas y con tranquilidad las cosas serias porque irán lejos en la vida. Felices los que saben apreciar una sonrisa y olvidar un desprecio porque su camino será pleno de sol. Felices los que saben escuchar y callar porque aprenderán cosas nuevas”. Este programa es parte del acervo filosófico de una mente brillante que entendió la necesidad de la convivencia pacífica (un fundamento necesario para un mundo donde todos logremos acceder a la felicidad que nos merecemos).

Un intelectual peruano, Hugo Neira, quien probablemente conoce a Tomás Moro mejor que yo, me sorprende aceptando tácitamente la malacrianza, la turbulencia y hasta las “trompadas” de nuestros “parlamentarios plebeyos”. Los que no exhiben “las buenas costumbres” que algunos “ilustrados” les demandamos. “Yo tengo paciencia y comprensión”, subraya el discípulo de Raúl Porras Barrenechea ante las veleidades de un estamento que debería retornar no a la utopía compleja de los sabios de la isla imaginada por Moro sino al experimento de nuestros republicanos. Que, como es el caso del sabio Hipólito Unanue, se nutrieron del humanismo y de la ilustración para forjar una patria feliz capaz de incluir a todos. Es a la utopía de la felicidad, que demanda un comportamiento civilizado, a la que debemos de volver cada vez que nos embargue el abatimiento y la frustración.