Pocos estudios han hecho tanto daño a la salud pública y la comunidad científica como aquel publicado en 1998 en la prestigiosa revista “The Lancet”. Su autor, Andrew Wakefield, asociaba la vacuna triple vírica contra el sarampión, las paperas y la rubeola con un aumento del riesgo de padecer autismo. La información no solo resultó falsa, sino que se comprobó que el médico estaba patentando su propia vacuna simple contra el sarampión. Fue expulsado del Colegio de Médicos del Reino Unido y la revista debió retractarse.
Hoy, Wakefield es uno de los rostros más virulentos del movimiento antivacunas. Sostiene que hay una conspiración mundial para proteger a las farmacéuticas y se presenta como víctima del sistema por tratar de exponerlo. Lo que es peor: millones le creen y su número de seguidores crece cada día. Donald Trump, no sorprenderá, se toma fotos con él.
La vacuna contra el COVID-19 todavía no existe, pero ya hay quienes aseguran –sin evidencia científica que lo sustente, por supuesto– que causará esterilidad y que con ella se intenta “manipular” a escala masiva el genoma humano y provocar “daños irreparables”. Otros aseguran que la vacuna de la gripe provoca la COVID-19, y que, para evitar enfermarse, basta con ser vacunado contra la neumonía.
Esto en medio de teorías conspirativas absolutamente delirantes como que Estados Unidos ha realizado ensayos de la vacuna con ciudadanos ucranianos, algunos de los cuales murieron. O que Bill Gates ha dicho que una vacuna contra el coronavirus podría matar a un millón de personas. O que microchips serán inyectados junto con las vacunas para desplegar así el 5G en un contexto de control de masas tecnológico. Despropósitos.
El movimiento antivacuna sostiene que las farmacéuticas y las autoridades conspiran para lucrar con medicamentos que saben que no son seguros. Es decir, dicen proteger a la población del ‘establishment’ y “los poderes fácticos”. Pero lo único que logran es que las personas sean vulnerables frente a enfermedades contra las que sí existe protección. El sinsentido en su máxima expresión.
Ya el año pasado, antes de que la pandemia paralizara al mundo, la Organización Mundial de la Salud calificó este creciente escepticismo hacia las vacunas comunes como una de las diez principales amenazas para la salud humana. Basta ver cómo, a raíz de que la tasa de vacunación entre los niños de preescolar en la mayoría de estados de Estados Unidos ha caído por debajo del objetivo del 90%, se dio el brote de sarampión más grave del país en un cuarto de siglo.
Cada año, entre dos y tres millones de vidas se salvan entre las poblaciones infantiles gracias a la vacunación sistemática de los recién nacidos y los niños. Después del saneamiento del agua y la nutrición básica, las vacunas son el recurso sanitario más importante con el que cuenta la humanidad. Negar su impacto en el bienestar colectivo es, sencillamente, irracional. Pero bien sabemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Mientras centenares de científicos trabajan contra el tiempo para encontrar vacunas contra el virus SARS-CoV-2 –que provoca la enfermedad COVID-19–, los movimientos antivacunas pueden poner en peligro su credibilidad. Previendo que puedan generar resistencia entre la población, la Universidad Johns Hopkins ha publicado un informe con recomendaciones para médicos y autoridades sobre cómo persuadir al público de aceptar estas vacunas una vez que sean aprobadas.
Solo volveremos a la normalidad cuando contemos con vacunas –cuya efectividad, por cierto, nunca es del 100%–, se pueda inmunizar a la mayor parte de la población y veamos sus efectos acumulados. Sin embargo, una encuesta realizada por el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) entre agosto y setiembre a más de 400.000 personas de 67 países reveló una de cada tres personas de todo el mundo no se vacunaría o no sabría si vacunarse contra el COVID-19.
La duda no puede ser si vacunarse o no, sino cómo hacerlo al mayor número de personas en el menor tiempo posible. El proceso para lograr la inmunidad colectiva, de por sí largo y complejo, no puede verse socavado sin fundamentos científicos.
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