"Mientras escribo estas líneas, tres jóvenes en la galería Nicolini que luchaban atrapados en un container altamente inflamable que funcionaba ilegalmente como almacén han dejado de dar señales de vida". (Foto: Municipalidad de Lima)
"Mientras escribo estas líneas, tres jóvenes en la galería Nicolini que luchaban atrapados en un container altamente inflamable que funcionaba ilegalmente como almacén han dejado de dar señales de vida". (Foto: Municipalidad de Lima)
Francesca Denegri

¡Es que no nos ven!, se lamentaba a gritos, megáfono en mano, un sobreviviente del reciente incendio en las torres de Grenfell de Chelsea y Kensington, uno de los barrios más ricos de Londres, donde la semana pasada murieron quemadas 79 personas (en su mayoría inmigrantes, obreros y estudiantes). El edificio de 24 pisos asomaba achicharrado por encima de la multitud que protestaba indignada frente a la municipalidad, como símbolo de las hondas desigualdades que asolan al Reino Unido desde que el Partido Conservador ganó el poder en 1979 y comenzó a desmantelar pieza por pieza las políticas sociales del Estado benefactor.

Desde su remodelación el año pasado, los vecinos del edificio habían alertado a las autoridades responsables del sector vivienda por la carencia de equipos antiincendios, pero nadie les hacía caso. Eran los pobres de un barrio de ricos y nadie los oía, nadie los veía. Para ahorrarse unas cuantas libras, los contratistas habían optado por recubrir el edificio con un material barato pero inflamable, que lucía bien, pero que –ahora lo sabemos– también mataba. Esa noche cien familias se fueron a dormir sin sospechar el verdadero infierno que los despertaría apenas unas horas después, y del que muchos no saldrían vivos.

En el Perú, las dos mil familias del distrito de Simón Bolívar en Cerro de Pasco que viven desde hace años tomando agua envenenada y respirando el polvo de metales que sueltan los relaves y el desmonte al lado de sus casas, sí saben perfectamente bien que sus vidas están en peligro inminente, y por eso un grupo de ellos con sus hijos enfermos de cáncer y metales pesados en la sangre han bajado desde el Altiplano para encadenarse a las rejas del Ministerio de Salud.

Su reclamo inmediato no es el cierre de la mina, sino la implementación del plan de salud pendiente que incluye una clínica especializada de desintoxicación, y el cumplimiento de un compromiso de descontaminación de los suelos y el aire que adquirió el Estado en el 2012. Dice el alcalde Zulmer Trujillo que desde el 2015, cuando los vecinos vinieron a Lima en marcha por primera vez, las autoridades de Simón Bolívar viajan a Lima todos los meses con documentos y memoriales para tramitar su justo reclamo, pero nadie los oye, nadie los ve. Esta vez, sin embargo, jura que han venido para quedarse “los días, los meses, los años que sean necesarios” y que iniciarán una huelga de hambre si el gobierno no declara la emergencia sanitaria en toda la región.

Mientras escribo estas líneas, tres jóvenes en la galería Nicolini que luchaban atrapados en un container altamente inflamable que funcionaba ilegalmente como almacén han dejado de dar señales de vida. La mayoría de las personas que estaban en el edificio han sido rescatadas ya por los bomberos, pero Jorge Luis Huamán, Jovi Herrera y Luis Guzmán no pudieron escapar porque “no estaba el dueño para que les abra”, como le dijo a su mamá Jorge Luis la última vez que hablaron por celular. El dueño tenía la costumbre de cerrar la puerta con candado cada vez que salía, convirtiendo así en jaula el espacio de trabajo de los jóvenes. Como bien dijo el ministro Carlos Basombrío, claramente conmovido cuando lo entrevistaron en medio del fragor del incendio, “esto no es una tragedia, es un crimen”.

Lo que tienen en común las víctimas de Grenfell en Londres con las de la galería Nicolini en Lima y aquellas de la actividad minera en Pasco, pero también con los 158 muertos y miles de damnificados que dejaron los recientes huaicos en el país, es que todas sin excepción son pobres, y por eso ni se les ve, ni se les oye. Ni una sola de esas muertes de vecinos que dormían en sus camas, de jóvenes almaceneros que cumplían con sus jornadas de trabajo y de niños devastados en su pueblo por la leucemia es accidental. La política juega con la vida y la muerte de las personas, y por eso en estos casos, son los gobiernos y sus políticas de ‘laissez-faire’ los responsables por cada una de esas vidas segadas por el huaico, el fuego y los metales.