Editorial El Comercio

Esta semana se conoció que la admitió en marzo del 2022 presentada por un grupo de cinco personas a favor de , cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru () y uno de los criminales más conspicuos que ha tenido nuestro país. Los demandantes alegan, en resumen, que Polay i) no debió ser juzgado por terrorismo, pues “su organización tuvo la finalidad política de subvertir el orden constitucional y político, mas no de provocar zozobra o temor en la población civil”; ii) ha visto vulnerado su derecho a la integridad debido a sus condiciones carcelarias; y iii) presentó una denuncia en el 2002 por tortura que las autoridades peruanas no “investigaron diligentemente”.

Es cierto que el hecho de que la CIDH haya admitido la demanda no implica que necesariamente vaya a darle la razón a los demandantes. Pero también es importante mencionar que muchos de los argumentos que se han presentado esta vez ya fueron desbaratados, tanto a escala internacional como local. Sobre lo primero, hay que señalar que en 1998 el Comité de Derechos Humanos de la ONU se pronunció sobre asuntos similares a los esgrimidos ahora sin mucha fortuna para los intereses del emerretista. Y, sobre lo segundo, vale recordar que el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional han resuelto en más de una ocasión recursos presentados por el terrorista y que, en su mayor parte, sus alegatos fueron rechazados, uno tras otro.

No es verdad, por otro lado, que Polay se encuentre aislado del exterior –como sostiene la denuncia–, pues ha recibido visitas familiares, especiales y de sus abogados en los últimos 30 años. Y nunca está de más recordar que, si se encuentra recluido hoy en un penal de máxima seguridad como el de la Base Naval, se debe a su alta peligrosidad y al hecho de que en 1990 logró junto con otros 47 reos.

Mención aparte merece la circunstancia de que nadie en el gobierno de parece haber estado al tanto de la situación, como se desprende de las declaraciones del sorprendido ministro del Interior, .

Valga la coyuntura, además, para recordar quién fue Polay, especialmente cuando hasta hace poco hemos tenido un gobierno cuyos líderes exhibían sin vergüenza sus simpatías hacia quienes –como él– intentaron dinamitar el Estado Peruano en las últimas décadas del siglo pasado. Nunca está de más recordar, por ejemplo, que la organización que Polay encabezó, el MRTA, fue responsable del 1,8% de las casi 70.000 víctimas que dejó la ofensiva terrorista. El porcentaje de víctimas, ciertamente, puede parecer nada en comparación con los muertos que provocó , pero desde el punto de vista de sus víctimas ambas organizaciones fueron igual de monstruosas.

El MRTA violó los derechos humanos sistemáticamente. Llevó a cabo una serie de secuestros, recluyendo a sus víctimas en las reducidas e insalubres “cárceles del pueblo”, y algunas, como los empresarios Pedro Antonio Miyasato y David Ballón Vera, murieron en cautiverio (no deja de ser paradójico que ahora Polay reclame por su situación carcelaria cuando el bando de terroristas que él dirigía retuvo forzosamente a sus víctimas en condiciones inhumanas). Llevaron a cabo asesinatos (a los que llamaban eufemísticamente “ajusticiamientos”), como el del líder asháninka Alejandro Calderón en 1989 o el del exministro de Defensa Enrique López Albújar un año después. Tomaron medios de comunicación como el diario “El Nacional” en 1985, atacaron puestos policiales, colocaron carros-bomba, mataron a quienes consideraban individuos “de mal vivir” (como los ocho homosexuales a los que acribillaron en Tarapoto en 1989), y tomaron la residencia del embajador de Japón en Lima, manteniendo a 72 personas cautivas durante 136 días.

No podemos olvidar, por último, que el MRTA se rebeló contra una democracia, mientras la mayor parte de la izquierda peruana optaba por la vía electoral; que Polay fue juzgado por el Poder Judicial en un proceso en el que se le respetaron todas las garantías que él no respetaba con sus víctimas y que fue refrendado por una segunda instancia; y que, más allá de lo que pueda resolver la justicia interamericana en este caso, la historia ha determinado que él no es una víctima del Estado Peruano. Y esa es una sentencia irrevocable.

Editorial de El Comercio

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