Decíamos ayer que la muerte de Alberto Fujimori cerraba un capítulo de la historia peruana y abría otro. Después de todo, hablamos del político que marcó de manera más profunda al Perú en los últimos 34 años. Los debates sobre si debía seguir en libertad, si pasó en prisión el tiempo suficiente, si debía obligársele a pedir perdón a las víctimas de los delitos que se cometieron durante su gobierno o si podía volver a hacer política de manera activa acompañaron al país durante años. Hoy, con su muerte, empieza un ciclo político alejado de su figura y esas discusiones ya no conducen a nada.
Sus herederos políticos harían bien en reconocer que durante los diez años en los que gobernó su líder se cometieron y se consintieron una serie de delitos que ellos muchas veces han tratado de negar o, cuando menos, justificar. Y eso ha definido las tres últimas elecciones presidenciales. Pero también es cierto que el Perú tiene la posibilidad de empezar una etapa política que deje atrás la lógica binaria del fujimorismo-antifujimorismo, que ha impregnado las últimas siete elecciones y ha marcado visiblemente las dinámicas políticas, especialmente desde el 2016. Es destacable que muchos de quienes se enfrentaron a él años atrás, como Lourdes Flores, Carlos Bruce, Alberto Otárola, Pedro Cateriano, Máximo San Román y los apristas Mauricio Mulder, Aurelio Pastor y Jorge del Castillo, entre tantos otros, hayan expresado sentidas palabras por su fallecimiento o hayan acudido a su velorio, eludiendo aquella dinámica de polarización que en muchos aspectos no nos ha permitido avanzar en los últimos años. Y algo similar cabe decir de la presidenta Dina Boluarte, que rivalizó ásperamente con el fujimorismo en las últimas elecciones y que ayer acudió al funeral para dar el pésame a los familiares.
No se trata de olvidar o de barrer bajo la alfombra las discusiones sobre el legado de Fujimori. Estas continuarán en el futuro y la memoria es necesaria para construir una democracia. De lo que se trata es de superar las fisuras y empezar a construir un país en el que los gobiernos lleguen al poder sobre la base de propuestas y programas, y no de rechazos. Treinta y cuatro años después, el Perú se lo merece.