Editorial:Todos estamos bien
Editorial:Todos estamos bien

Las piezas oratorias que los presidentes de la República pronuncian en nuestro país cada 28 de julio suelen ser aludidas indistintamente como ‘discurso’ o ‘mensaje’. La verdad, no obstante, es que cada una de esas palabras tiene un sentido distinto; particularmente en este contexto.

El discurso es simplemente la suma de las frases que el mandatario declama para la ocasión, mientras que el mensaje comprende mucho más: está conformado también por el modo en que las cosas se dicen y, sobre todo, por lo que deja de decirse. Esto es, por las materias que, a pesar de ser esperables y pertinentes en la coyuntura, son minuciosamente omitidas del recuento presidencial. Y en el acto púbico al que el país asistió ayer, esas dos dimensiones fueron perfectamente distinguibles.

El discurso lo escuchamos todos y fue, en esencia, la recitación de la difusión que han alcanzado los programas sociales inaugurados o continuados por este gobierno –Cuna Más, Qali Warma, Pensión 65, Beca 18, Juntos, etc.– y de los aumentos de presupuesto en sectores como Educación o Salud, y lo que eso ha significado para los ciudadanos que demandan sus servicios. Se habló también, por supuesto, del abastecimiento del gas, de corrupción y de seguridad, entre otros temas; pero en esos casos la información fue más bien morosa.

Lo verdaderamente revelador, sin embargo, fue el mensaje, que tuvo, como era de esperar, algunos aspectos positivos y otros, no tanto.

En lo que concierne a lo primero, cabe destacar la ausencia de tonos agresivos en la intervención del presidente. Esto, que debería ser una característica de rigor en todos sus pronunciamientos, resulta en este caso destacable habida cuenta de la hostilidad que él ha desplegado en los últimos tiempos hacia la oposición y los medios críticos a su gestión.

Igualmente saludable es, por otro lado, que el mandatario no haya sucumbido a la tentación de elevar su alicaída popularidad haciendo lo propio con el sueldo mínimo, como se había especulado, pues –como hemos señalado reiteradamente en esta sección– una medida de ese tipo solo habría encarecido el acceso al empleo formal y ahuyentado la inversión.

Menos saludable, en cambio, fue el resto del mensaje. Es decir, la imagen del país que trazó con los detalles incluidos en el discurso y con sus silencios. Las cifras de las extensiones de los ya aludidos programas sociales seguramente pueden ser discutidas, pero no es eso lo que resulta inquietante, sino la complacencia que se desprende de la enumeración que hizo de beneficios y beneficiarios.

Las becas para los estudiantes sin recursos y las pensiones para la gente mayor que no pudo aportar a un fondo previsional cuando joven –por mencionar solo dos de ellos– son ciertamente positivas, pero de poco sirven si no pueden ser sostenidas en el tiempo. Y para eso se necesita crecimiento económico: una materia que brilló por su ausencia en el discurso del mandatario (salvo para decir que nuestro mal rendimiento al respecto es menos malo que el de otros países de la región). 

En realidad, Humala perseveró, desde el inicio de su alocución, en esa inversión de la lógica sobre este particular que él denomina ‘incluir para crecer’. Y a la luz de lo que hemos visto en ese sentido en los últimos cuatro años, cabe suponer que ello obedece a que sencillamente carece de ideas y convicción para promover el crecimiento que –de forma contraria a lo que él cree– es lo que el país necesita para poder seguir incluyendo a los sectores marginados de la población en un nivel de vida digno.

Nada dijo tampoco el jefe de Estado sobre las inversiones mineras paralizadas (Conga, Tía María, etc.) y los conflictos sociales asociados a ellas que su gobierno no ha sabido enfrentar. Simplemente hizo como si no existieran y pudiésemos prescindir de los ingresos que reportarían. Como si estuviésemos, en buena cuenta, en el mejor de los mundos.

Ese mismo divorcio de la realidad dominó sus referencias a los problemas de seguridad en el territorio nacional (que, a juzgar por lo que señaló, todo lo que requerían era un poco más de equipamiento para las fuerzas del orden y la tipificación del sicariato como delito) y la corrupción: un incordio que, al parecer, afecta gravemente solo a los gobiernos regionales.

Nos entregó, en suma, ayer el presidente un discurso absurdamente optimista que, al ignorar las sombras de descomposición que se ciñen sobre su gobierno, nos transmite el turbador mensaje de que nos preparemos para un año más de lo mismo.