Una nueva modalidad delictiva se ha hecho notoria en las últimas semanas. Se trata de la usurpación u ocupación de bienes inmuebles para despojar de la propiedad a alguien o para evitar la intervención de la autoridad.
Llama la atención la facilidad con que los usurpadores contratan a matones para ocupar los predios. Esa facilidad se explica por el carácter benigno con que se trata este delito de usurpación y los concurrentes.
Hace apenas una semana la policía detuvo a 36 sujetos encapuchados que habían tomado posesión de un hostal en Miraflores. Según la denunciante, el arrendatario tenía una deuda de 500 mil dólares y no quería desocupar el predio. Sin embargo, después se señaló que se trataría de un pleito entre testaferros.
En la misma semana, el municipio de Surco fue impedido de intervenir el cementerio San Pedro, de propiedad del municipio de Chorrillos. Civiles ingresaron violentamente al camposanto, para tratar de impedir una acción municipal sanitaria. Estaban acompañados por serenos de Chorrillos, según el alcalde surcano.
A inicios de este mes, transportistas en Arequipa contrataron matones para agredir a los inspectores de la Sutrán, quienes realizaban una operación en contra del transporte informal. Cerca de 30 personas asaltaron y golpearon a seis inspectores. Solo tres fueron capturados.
La impunidad con la que se actúa en estos casos revela el poco respeto que inspiran la ley y la autoridad. No hay otro motivo para esa erosión del derecho que la escasa efectividad de la intervención pública.
En el caso de la ocupación del hostal en Miraflores, la fiscalía denunció a los intervenidos por resistencia a la autoridad en forma agravada y tenencia de materiales peligrosos. El único fundamento para denunciar la forma agravada es el número de personas intervenidas. Hasta donde se sabe, no hay una acusación directa sobre el motivador del ilícito.
Las recientes modificaciones al Código Penal incluyen un replanteamiento del delito de usurpación. En tal caso se considera al que organiza, financia, facilita, fomenta, dirige o promueve el delito con la misma pena que al autor material. Es probable que los matones señalen que no pretendían quedarse con el bien, con lo cual no podrían ser sentenciados por ese delito. Con ello, sobre todo, quedaría mejor librado el organizador de este acto criminal.
La pena menor para cualquiera de estos delitos es de cuatro años. Lamentablemente, no tenemos seguridad sobre la aplicación de beneficios penitenciarios en el caso de penas de cuatro años, por lo que hay una posibilidad de que todos estos delincuentes salgan libres.
En el caso del cementerio San Pedro, el predio es propiedad del municipio chorrillano. ¿Qué pena cabe a los funcionarios que dispusieron los actos de resistencia a la autoridad municipal surcana? ¿Quiénes son y cómo se demuestra? Tenemos que preguntarnos, sobre todo, qué tipo de autoridades municipales recurren a medios matonescos para oponerse a actos de otra autoridad. ¿Cómo sancionamos no solo a los matones sino a los que los mandaron?
En el tratamiento penal de estos casos la autoría queda en segundo plano, cuando debería estar en primero. Pero, sobre todo, nuestro derecho penal no señala en detalle la tipificación del delito y la pena. Si no está en el código, no se juzga. El juez, además, casi no tiene discrecionalidad para evaluar los casos en su verdadera dimensión. Si lo hace, comete prevaricato.
Más allá de las limitaciones de nuestro sistema legal, el tema de fondo es lo que estas actitudes revelan sobre la ausencia del Estado y su rol principal como la institución que monopoliza la violencia. Cuando ciudadanos y hasta autoridades defienden sus intereses –muchas veces ilegítimos– haciendo uso del amedrentamiento y la agresión, estamos presenciando el quiebre más elemental del Estado de derecho.
Llegar a este punto no es poca cosa y debe ser tomado con la seriedad que merece. Lo mínimo que se debe pedir de una sociedad funcional es que tenga un sistema de resolución de conflictos en el que los palos y las bombas molotov no formen parte de la ecuación.