El legislador sostuvo que con su propuesta se garantizará que las personas que han sido sentenciadas por terrorismo logren resarcir al Estado peruano.. (Foto: Archivo El Comercio)
El legislador sostuvo que con su propuesta se garantizará que las personas que han sido sentenciadas por terrorismo logren resarcir al Estado peruano.. (Foto: Archivo El Comercio)
Editorial El Comercio

La semana pasada, el congresista de Fuerza Popular (FP) Carlos Tubino presentó un proyecto de ley que propone reprimir “con pena privativa de la libertad no menor de dos ni mayor de cuatro años” a quien “ataque a otro, mediante ofensas, desprecios, agravios o insultos a su libertad religiosa y de culto”. Ante circunstancias consideradas agravantes, además, la condena podría llegar hasta los diez años de cárcel.

Al tiempo de sostener que su proyecto garantiza la libertad religiosa en el Perú, el legislador Tubino ha lanzado una exhortación a que se debata la creación de protecciones a las distintas religiones y a quienes pertenecen a ellas, tal como se ha discutido con respecto a los integrantes de la comunidad LGBT: un propósito ciertamente atendible… de no ser porque la libertad religiosa en el Perú –es decir, la libertad de escoger la religión que uno desee profesar y de poder manifestarla en público y en privado– ya está amparada por la Constitución y por otras convenciones internacionales de derechos humanos que nuestro país ha suscrito. Y ocurre que las ofensas (que no son lo mismo que la difamación, que sí está penada), por ingratas que resulten para quien las reciba, no infringen esta libertad.

Prohibirlas, sin embargo, infringe otros derechos que sí ampara la Constitución: la libertad de pensamiento y la de expresión. La democracia no otorga el derecho a la ‘no ofensa’, entre otras razones, porque la discusión sobre qué cosa lo es y qué cosa no podría devenir infinita y estaría siempre atravesada de arbitrariedades. Y si por añadidura se trasladase el debate al plano religioso, la disparidad de criterios estaría asegurada. ¿Estaría incurriendo en el delito que se quiere crear, por ejemplo, quien llamase a una persona muy beata ‘santurrona’? ¿Y quien contase un chiste que tuviera por protagonista a un religioso o pronunciase una blasfemia delante de un creyente? ¿Deberíamos dejar en manos de un juez el poder de enviar por cuatro años a la cárcel a quien observase una conducta como cualquiera de las descritas?

Y por otra parte, ¿quién decidiría qué colectivos de feligreses constituyen ‘religiones’ –y por lo tanto, merecerían la protección antiinsultos– y cuáles no? Seguramente nadie discutiría que los católicos, protestantes, musulmanes y judíos caen dentro de esa categoría. Pero, ¿qué pasaría con los Israelitas del Nuevo Pacto Universal, los raelianos o los cientólogos? ¿O con los devotos de Sarita Colonia, que rinden culto a una ‘santa’ no reconocida por el Vaticano y la institucionalidad católica? ¿Estaría criminalizado también gastarles chanzas a ellos o la menor difusión de sus creencias los dejaría expuestos al escarnio impune del prójimo?

En ese sentido, lo siguiente que podrían proponer los partidarios del proyecto de ley que comentamos sería quizás la creación de la Superintendencia Nacional de Religiones (Sunare), que se sume al ya existente registro de entidades religiosas y determine qué conglomerados de seguidores de una fe califican para el título y los derechos que lo acompañan y cuáles no.

Problemas aparte constituirían desde luego el desborde que las denuncias que la nueva ley podría motivar producirían en el ya desbordado Poder Judicial, y el consecuente hacinamiento en los ya hacinados penales del país. 

Lo más grave de todo, no obstante, es que con el mismo razonamiento e invocando los mismos ‘principios constitucionales’ (en particular, el enunciado en el artículo 2° del Capítulo I, sobre los Derechos Fundamentales de la Persona, que establece que “nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole”) podrían proponer a continuación una ley para sancionar con cárcel a los que ‘ofendan’ las opiniones políticas de otro: el sueño de todo tirano en potencia y un eventual homenaje de bienvenida a Nicolás Maduro si, después de todo, se le ocurriera aparecerse en Lima para la Cumbre de las Américas a celebrarse en abril. 

Por el bien del país, creemos que este descaminado proyecto de ley debe quedar en lo que es: un proyecto y nada más.