Editorial El Comercio

Las manifestaciones públicas –aun cuando pacíficas y perfectamente legítimas– pueden causar disrupciones temporales en el funcionamiento normal de cualquier sociedad. La interrupción momentánea de una vía pública debido al paso de una nutrida marcha es un claro ejemplo. Con límites razonables, este es un costo que los países democráticos deben estar dispuestos a asumir para salvaguardar los derechos a la reunión, opinión y expresión.

Pero de esto no se colige, en modo alguno, que el deliberado de vías –cuyo fin no es permitir el paso de manifestantes, sino activamente impedir el tránsito vehicular– sea tolerable. Demasiados políticos, analistas y público en general han caído en este error que disfraza la violencia y el recorte de derechos ajenos en reclamos políticos legítimos. Una cosa es utilizar la ruta para marchas; algo totalmente diferente es llenarla de piedras o pedir cupos para transitar.

Los costos humanos de esta acción han sido enormes. Personas han fallecido a causa de la falta de atención médica ocasionada por los bloqueos. Miles han quedado varados, muchos más han debido cancelar sus planes de negocios o familiares y ciudades enteras enfrentan escasez. A estas alturas debería ya estar claro que esto es intolerable.

El alza de como consecuencia de la escasez ha sido especialmente acentuada en el sur. Si bien el país enfrenta –junto con el mundo– el período inflacionario más serio de los últimos tiempos, es en las regiones con bloqueos de vías sistemáticos donde los precios han escalado de manera más empinada. De acuerdo con un reciente informe del Instituto Peruano de Economía (IPE), publicado en este Diario ayer, en las regiones que han sufrido protestas de mayor intensidad la inflación es de casi 2 puntos porcentuales mayor que en el resto del país. Las poblaciones de Madre de Dios y de Puno son las más perjudicadas.

En Puerto Maldonado existe un desabastecimiento total: desde hace dos semanas los ciudadanos no tienen acceso a combustible para vehículos y cocinas. Ciertos alimentos han desaparecido del mercado o sus precios ha subido exponencialmente. En Cusco la situación no es mucho mejor. A finales de enero, de 25 grifos visitados por el informativo “ATV Noticias”, apenas dos aún brindaban atención al público. En conjunto, las siete regiones del sur más afectadas han registrado la mayor inflación en 15 años.

¿Quién puede justificar tamaño atropello a los derechos de millones de ciudadanos? ¿Se puede realmente seguir diciendo, sin descaro, que estas acciones son parte del derecho a la protesta política? Las alusiones a que se tratan de una respuesta adecuada o proporcional al gobierno de la presidenta Dina Boluarte son francamente ridículas. Más bien, los intereses ilegales que se habrían registrado detrás de varias de ellas deben ser materia de seria investigación.

Mientras el Gobierno sigue buscando una salida política aceptable para el entrampamiento en que se encuentra con el Congreso, su prioridad debe estar en garantizar condiciones de vida adecuadas para su población. Eso será imposible mientras se tenga, de acuerdo con la Sutrán hasta ayer, 72 puntos con tránsito interrumpido en seis regiones. Existe el derecho a la protesta; no existe el derecho a forzar sobre ciudades enteras el tipo de medidas que solo se emprenden durante una guerra. Ese chantaje es inaceptable. Ya viene siendo tiempo que el país encuentre un mínimo de consenso en algo tan elemental.

Editorial de El Comercio

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