Hace algunas semanas el presidente Maduro pedía “pasar la página a las peleas”. Lamentablemente, todo indica que no se refería a las peleas con la oposición, sino más bien a los desacuerdos internos del chavismo que vienen ventilándose públicamente desde que, a mediados de junio pasado, una carta del ex ministro de Planificación venezolano acusara de serias equivocaciones al gobierno del presidente Maduro.
En esta misiva, Jorge Giordani, autor de la fracasada política económica venezolana, acusaba a Maduro de alejarse de la voluntad de Hugo Chávez, de ser un presidente sin liderazgo y de dedicarse a la “repetición, sin la debida coherencia, de los planteamientos como los formulaba el Comandante”. Criticaba además, entre muchas otras cosas, la política cambiaria, el manejo de instituciones como PDVSA y el Banco Central, la existencia de cuadros sin experiencia, las designaciones inadecuadas para el manejo de fondos del Estado, el gasto gubernamental excesivo y la corrupción.
A esta carta –en la que la olla criticaba a la sartén– se le sumaron una seguidilla de cuestionamientos, provenientes de ex ministros y de personalidades cercanas al fallecido Hugo Chávez. Otro hombre de la vieja guardia chavista, Freddy Bernal, sostuvo incluso que “no estaría mal para el Gobierno tener asesores económicos que no solo sean chavistas, sino que también sean economistas”. La ola de críticas, encima de todo, viene en una época particularmente sensible: las elecciones internas del partido se celebrarán a fines de este mes.
Los analistas leen aquí la existencia de, al menos, dos facciones en el oficialismo que podrían provocar un cisma: la de los más cercanos al Gobierno y la de aquellos que creen custodiar el modelo primigenio.
Lo revelador de esta situación es que ya ni siquiera los chavistas están contentos con el chavismo. Tan mal anda todo por el país llanero que dentro del mismo oficialismo se están echando la culpa del fracaso y algunos tratan de explicarlo alegando un supuesto alejamiento de los principios del difunto comandante (aquellos que cualquier persona sensata puede identificar como el origen del problema). Así, estos revisionistas tratan de aprovecharse de que –como mencionó Andrés Oppenheimer citando a un político brasileño– en América Latina hasta el pasado es incierto.
En todo caso, nos queda claro que todas estas son señas de que ya ni el mismo oficialismo venezolano puede negar la estafa que es su gobierno. Uno que hace años pregonaba ser un ejemplo de reducción de la pobreza y de reivindicación de las clases marginadas.
La evidencia de la situación a la que las políticas del ‘Socialismo del Siglo XXI’ han llevado a Venezuela es elocuente. Los atropellos a las libertades civiles son cosa de todos los días, la prensa libre yace estrangulada y la inseguridad campea. Además, solo en lo que toca a pobreza extrema, en el 2013 más de 700 mil personas se incorporaron a ese grupo. Y los venezolanos viven día a día con una inflación mayor al 60% anual, una de las más altas del mundo.
Desgraciadamente, todo esto no significa que el chavismo vaya a dar un paso al lado para dejarle sitio a un gobierno democrático y que respete las libertades ciudadanas. Hasta hoy, la actual situación solo ha llevado a que el oficialismo adopte medidas aun más fascistas para mantener el control del país. La cubanización de Venezuela, para pena de todos, es una posibilidad cada vez más grande.
La lección que el resto de países de la región debería recoger de esta historia es una que ya tendrían que haber aprendido hace tiempo: no es posible crear progreso en un país ahorcando las libertades civiles, destruyendo la iniciativa privada y construyendo un sistema de dádivas que se mantiene gracias al coyuntural precio alto de un recurso natural. Esa no es más que la receta para la miseria