Una de las lecciones –de las tantas lecciones– que nos dejó el Congreso disuelto hace nueve meses fue que la inmunidad parlamentaria no podía seguir siendo utilizada para blindar a los miembros de la representación nacional, en el mejor de los casos, envueltos en serios intríngulis y, en el peor, sentenciados por delitos que nada tenían que ver con sus funciones legislativas.
Los ejemplos abundan (como los recordados de las fujimoristas Yesenia Ponce y Betty Ananculi), pero basta con traer a colación el del congresista de Alianza para el Progreso (APP) Edwin Donayre, quien, sentenciado por robar gasolina cuando se desempeñaba como miembro del Ejército Peruano en el 2006, siguió asistiendo al hemiciclo y participando en votaciones durante buena parte de los 231 días que sus colegas se tomaron para aprobar el pedido que la Corte Suprema había hecho para poder arrestarlo.
Por supuesto que sería un error creer que el mal uso de la inmunidad parlamentaria fue exclusividad del Legislativo anterior y que, una vez reemplazados sus integrantes, el problema desaparecería. Como demostró nuestro colega Martín Hidalgo hace más de un año, desde 1990 el pleno aprobó solo 10 de las 109 solicitudes de levantamiento de inmunidad que recibió (esto es, menos del 10%). Tampoco existió, por otro lado, un impulso para modificar sustantivamente la prerrogativa: desde 1995, apenas se aprobaron cinco proyectos (de casi 70 presentados) que involucraron modificaciones de la misma, pero solo a nivel de reglamento del Congreso; nunca hubo una reforma constitucional de la figura.
Así pues, el tema pasó a ser una bandera omnipresente en la campaña electoral que alumbró a este Parlamento. Congresistas de todos los signos políticos la agitaron y casi todos los partidos incluyeron una mención a la inmunidad parlamentaria entre sus propuestas. Y ahora que la legislatura está a punto de concluir (y recordemos que una reforma constitucional como esta requiere de su aprobación en dos legislaturas), uno guardaba cierta expectativa para conocer finalmente qué solución ingeniosa habían tomado los congresistas…
Ayer, la Comisión de Constitución del Congreso aprobó un dictamen para modificar la inmunidad parlamentaria. El texto, que acumula 14 iniciativas legales y que ahora debe ser visto por el pleno, propone una solución simple, aunque no exenta de riesgos: remover esa figura de la Constitución, subrayando que los legisladores solo quedan protegidos legalmente por sus votos u opiniones emitidos en el ejercicio de su función. Y que los procesos contra parlamentarios por delitos comunes cometidos durante su mandato los verá la Corte Suprema de Justicia, sin necesidad de contar con el visto bueno del Congreso.
Los legisladores parecen soslayar que las críticas contra la inmunidad parlamentaria no estriban en su existencia misma. De hecho, bien usada, esta puede ser vital para proteger a los congresistas que puedan ser perseguidos por magistrados, fiscales u otras autoridades al servicio de redes criminales. Lo que le correspondía al grupo de trabajo, más bien, era eliminar las probabilidades de que esta prerrogativa sea utilizada por los parlamentarios para blindarse mutuamente por señalamientos o sentencias que iban más allá de sus labores. Dicho de manera metafórica: los congresistas debían practicar una cirugía de precisión para curar un órgano que estaba enfermo, pero optaron por coger cincel y martillo y arrancarlo de cuajo.
Es importante mencionar, además, que se habían formulado propuestas más sensatas en la misma comisión, como la que delegaba a la Junta Nacional de Justicia (JNJ) la decisión de levantar la inmunidad de proceso (en un máximo de 30 días) y la de arresto (en 10), o la que dejaba la respuesta final en manos del Congreso, pero añadiendo que, si no se cumplían los mismos plazos que en la propuesta anterior, se entendería que la solicitud había sido aprobada.
Ambas, lamentablemente, se ignoraron y en su lugar se impulsó una salida que de cristalizarse podría abrir una puerta peligrosa.