El titular del Interior, Carlos Morán, anunció días atrás la próxima aprobación de un decreto supremo “para regularizar la situación de seguridad de todos los funcionarios del Estado”. Según dijo, van a contar con seguridad personal el presidente de la República, los representantes de los poderes del Estado y los funcionarios de alto nivel del Gobierno, así como el presidente y los vicepresidentes del Parlamento, “pero los congresistas ya no”. Y agregó que los cerca de 400 efectivos asignados para esa labor de resguardo serán reasignados a otras funciones, principalmente de seguridad ciudadana, antes de que se instale el Parlamento del período 2020-2021.
Hay que señalar de antemano que, como lo ha hecho notar el abogado constitucionalista Luciano López, el supuesto decreto contravendría lo estipulado en artículo 98 de la Carta Magna (“El presidente de la República está obligado a poner a disposición del Congreso los efectivos de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional que demande el presidente del Congreso”). Pero como la solución de la inseguridad en las calles es una de las demandas más clamorosas de la ciudadanía a este Gobierno, alguien podría pensar que la iniciativa sería acertada. Si se la examina en detalle, sin embargo, queda en evidencia que, como en el caso de otras medidas promovidas por este mismo sector y su responsable, más serían los ruidos que las nueces.
Es importante considerar, por ejemplo, las dimensiones del impacto que la referida “reasignación” tendría. Si, como indican los cálculos más recientes, existen en este momento cerca de 140 mil agentes policiales en el país, la nueva fuerza desplazada a las calles no llegaría ni a un 0,3% del total. Y si bien colocados en un solo distrito 400 agentes podrían hacer la diferencia, distribuidos en todo el territorio nacional equivaldrían a unas cuantas gotas de solución disueltas en un problema oceánico.
Como se ha señalado desde diversas tribunas, además, puestos a retirarles resguardo a determinadas autoridades políticas para reforzar la que le hace falta a la gente de a pie, lo coherente sería hacer lo propio con los policías que brindan protección a ministros y representantes del Ejecutivo, que son más de 250. Nuevamente, el efecto en el resultado total sería mínimo. Pero si por alguna razón se asume que los legisladores no necesitan guardianes, tendría que convenirse que los miembros del Gabinete tampoco. Y de eso, el ministro Morán no ha dicho una sola palabra.
De lo que se trata aquí, se diría entonces, es de generar la impresión de que se está haciendo algo importante, cuando en realidad se está haciendo muy poco. ¿Cómo se consigue esa ilusión óptica? Pues muy fácil: aprovechando el ruido –y la satisfacción– que produce en la opinión pública el hecho de que los perjudicados con la reasignación sean los congresistas. No importa que no sean exactamente aquellos que se ganaron la reprobación de tantos compatriotas en los últimos tres años y medio: de alguna forma, la especie o el gremio se han convertido en el imaginario popular en los responsables de un comportamiento inicuo y estéril; y así, hincar a los parlamentarios que aún no se han estrenado en la función, resulta políticamente rentable
Recordemos que Morán ya incursionó en ese género cuando, poco después del 30 de setiembre, dijo en referencia a los integrantes del antiguo Congreso que no formaran parte de la Comisión Permanente: “Van a tener que buscar trabajo”.
En lo que concierne a la vocación efectista que tiñe su gestión, cabe mencionar también su famoso –por lo descaminado– anuncio de la creación de una brigada especial de la policía concentrada en los delitos cometidos por extranjeros: una poco disimulada pirueta para sintonizar con el sentimiento antivenezolano surgido en importantes sectores de la población que, aparte de constituir un acto xenófobo, de nada iba a servir para combatir la inseguridad.
El ministro Morán parece regirse, pues, por el postulado de que, si no se puede brindar seguridad, hay que ofrecer espectáculo. Pero esta vez, felizmente, la Constitución le podría impedir avanzar en esa absurda ruta.