La disolución del Congreso decretada por el presidente Martín Vizcarra hace menos de dos semanas ha generado una situación legal plagada de incertidumbres. No solo por la discutida constitucionalidad de la interpretación sobre la que basó la medida (la “denegación fáctica de la confianza”), sino porque no están claros los límites de la capacidad de legislar a través de decretos de urgencia a la que ahora el Ejecutivo necesita acudir.
El artículo 118 de la Constitución restringe esa facultad a asuntos de materia económica y financiera, pero en condiciones normales; es decir, cuando hay un Parlamento en funciones. Mientras que el 135, que busca establecer más bien los parámetros aplicables en un contexto como el actual, habla de una facultad más amplia, pero sin precisar hasta dónde podría extenderse.
Al no existir el contrapeso del Legislativo, sin embargo, es fundamental que determinadas limitaciones le sean establecidas a la iniciativa del Ejecutivo, pues, de lo contrario, las tentaciones políticas y presupuestales que siempre cercan a quien ejerce el poder encontrarían de improviso el hábitat soñado para crecer e imponerse.
Por lo pronto, entre los constitucionalistas consultados por este Diario sobre el particular parece haber consenso con respecto a que, por excepcional que sea la circunstancia, los decretos de urgencia no pueden ser utilizados para introducir reformas constitucionales. El expresidente del Tribunal Constitucional (TC) Óscar Urviola, por ejemplo, señala que, aunque ese impedimento “no esté explícito en el artículo 135 de la Carta Magna”, se lo colige de la interpretación sistemática de su texto.
Las fronteras, en cambio, se tornan borrosas hasta para los especialistas cuando la pregunta es si el gobierno puede emitir en el presente trance decretos de urgencia sobre materia electoral, tributaria o para agilizar obras públicas. En esos casos, sus respuestas se deslizan al área gris del “mínimo indispensable” o lo impostergable “para la marcha del país”.
Una primera incursión en este terreno movedizo se ha producido en los últimos días con el decreto que establece medidas para las elecciones parlamentarias del 2020 aprobado por el Consejo de Ministros. En él, se ha autorizado al JNE, la ONPE y el Reniec a expedir, en el marco de sus competencias, los reglamentos, normas y demás disposiciones necesarias para sacar adelante el proceso “incluyendo aquellas destinadas a adecuar los procedimientos y plazos del cronograma electoral”.
En principio, nada hace presagiar una tormenta o un desborde que pudiera acabar favoreciendo la posición de cualquier eventual aliado del régimen en la competencia; pero, como siempre, habrá que esperar a los detalles para cerciorarse de que el diablo no asoma por ningún lado. Y, aparentemente, eso mismo sucederá en cada ocasión en que el Ejecutivo legisle durante los próximos cuatro meses, si nadie imagina algún tipo de bridas para el indiscriminado ejercicio de tal facultad.
El propio gobierno ha tratado de ofrecer garantías en ese sentido, anunciando que próximamente expondrá sus planes para este ‘interregno parlamentario’ y prometiendo una fiscalización ejercida desde la contraloría y otras instancias internas, pero la debilidad de esa declaración de limitación autoimpuesta es evidente.
¿Hay otras alternativas disponibles? La prensa, para empezar, está llamada a duplicar el esfuerzo de vigilancia que cumple cuando el equilibrio de poderes está en plena vigencia. Y, por otro lado, nada impide que la Comisión Permanente, aun cuando tenga la acotada función de ‘examinar’ los decretos de urgencia del Ejecutivo para luego dar cuenta de esos exámenes al próximo Congreso, diga en voz alta lo que le parecen cada vez que son emitidos. No podrá observarlos de manera formal, pero un pronunciamiento serio de su parte en cada ocasión que lo amerite no va a ser desoído por la opinión pública.
Todo recurso, en fin, para darle forma identificable al contexto de urgencia en el que el Ejecutivo podrá moverse en los siguientes meses debe ser analizado y, eventualmente, bienvenido por el propio régimen si quiere atenuar las suspicacias que su actual situación naturalmente genera.