Este martes, tras la noticia de la denuncia constitucional presentada por la fiscal de la Nación contra el presidente Pedro Castillo ante el Congreso, la hostilidad del Gobierno hacia la prensa local alcanzó una nueva cima. Como se sabe, la denuncia, que comprende también a los exministros Juan Silva y Geiner Alvarado, compromete al mandatario en los presuntos delitos de organización criminal, tráfico de influencias y colusión, por lo que la necesidad de que se brindasen a la opinión pública explicaciones al respecto era clamorosa. Y, en consecuencia, desde tempranas horas de la tarde, se anunció que a las 6 p.m. habría una conferencia de prensa en Palacio en la que participarían el jefe del Estado y su Gabinete.
Lógicamente, los reporteros de los distintos medios nacionales estuvieron en el lugar a la hora indicada, pero una vez allí se enteraron de que el encuentro con el gobernante y sus ministros estaría reservado a los representantes de la prensa internacional. Cuando el desconcierto y la desazón empezaban a motivar su protesta, sin embargo, se les permitió ingresar al salón Túpac Amaru, donde todo parecía estar dispuesto para la conferencia en cuestión y, por un momento, dio la impresión de que los responsables de la imagen del presidente habían entrado en razón.
Lo que sucedió a continuación, no obstante, quedará en los anales de la historia del maltrato de esta administración al periodismo encargado de cubrir las actividades oficiales: la cita fue trasladada al comedor principal de la Casa de Pizarro y, mientras los corresponsales de la prensa internacional eran admitidos en ese nuevo ambiente, a los reporteros de los medios peruanos se los dejó confinados en donde estaban. Así, del cerco policial que ellos mismos o algunos colegas suyos conocieron en Jicamarca (Huarochirí) en febrero pasado, cuando el mandatario quiso impedir sus preguntas en medio de un contexto político incómodo, se pasó al escandaloso encierro.
Los argumentos esgrimidos por el jefe del Estado y sus habituales mozos de estoques durante la conferencia para tratar de desvirtuar los serios cargos contenidos en la denuncia de la titular del Ministerio Público pusieron en evidencia las razones de ese proceder. Se limitaron ellos, en efecto, a repetir los que tantas veces han dicho –que todo es un plan para impulsar la vacancia o la suspensión de Castillo porque no se acepta que alguien de sus orígenes haya llegado a la Presidencia, que hay una nueva modalidad de golpe de Estado en marcha, que la fiscalía se “inventa” colaboradores eficaces como parte de la conspiración en la que está envuelta junto al Congreso y los medios limeños, etc.– sin aclarar nada sobre los ahora reiterados indicios de la existencia de una red criminal en el corazón del Ejecutivo. Y acaso lo más vergonzoso de todo fue ver cómo los ministros más adulones se disputaban la palabra para responder las preguntas que los corresponsales extranjeros dirigían al mandatario…
Fue precisamente uno de ellos, el titular de Trabajo, Alejandro Salas, quien, dicho sea de paso, inventó la grosera excusa de que la prensa extranjera había pedido exclusividad en su encuentro con el gobernante como pretexto para la marginación de la que fueron objeto los medios locales. Una tesis que ayer fue desmentida en un comunicado de la Asociación de Prensa Extranjera en el Perú (APEP) y que ni siquiera intentaba dar cuenta de los motivos por los que se encerró a los ya mencionados reporteros en el salón Túpac Amaru. En cualquier otra circunstancia, la mentira flagrante de un miembro del Gabinete motivaría un escándalo mayor, pero habida cuenta de que en todo el tiempo que porta el fajín el ministro Salas ha demostrado que la decencia se subyuga a su labor de echarle un salvavidas al mandatario cada vez que se halla en aprietos, hay que decir que este episodio no sorprende.
Volviendo al tema en cuestión, estamos, en suma, ante una agresión monda y lironda. Ante un escalamiento en el empeño del Gobierno por bloquear y aislar a quienes insistimos en poner los reflectores sobre las señales cada vez más nítidas de la corrupción que hay en su interior. Un empeño en el que, por cierto, viene fracasando, pero que no por ello hay que dejar de denunciar.