Esta semana el equipo de fútbol Real Garcilaso presentó sus descargos en el proceso que le sigue la Confederación Sudamericana de Fútbol a raíz del penoso incidente en el que, en un partido disputado en Huancayo hace un par de semanas, un jugador de un equipo brasileño fue llenado de insultos racistas por los espectadores. El hecho – la discriminación de un jugador de raza negra por parte de la hinchada de una ciudad andina– puso de manifiesto cómo el Perú sigue siendo, además del país de todas las sangres, el de todas las discriminaciones.
Desafortunadamente, por otra parte, esto “de todas las discriminaciones” debe de ser entendido en un sentido que abarca más que el de “todas las discriminaciones raciales”. En efecto, una pequeña revisión de los datos existentes sobre nuestra discriminación en general demuestran que, a la hora de maltratar desde tal o cual grupo a quien no pertenece al mismo, los peruanos no nos quedamos cortos por número de criterios.
Esto, desde luego, no quiere decir que el racismo no juegue un enorme rol en nuestras discriminaciones (por ejemplo, de acuerdo con el Latinobarómetro, los peruanos consideramos que 39 de cada 100 de nosotros somos discriminados por nuestra raza). Significa simplemente que hay también muchas otras formas de discriminación que están presentes a lo largo y ancho de nuestra sociedad con la misma – o incluso mayor– intensidad que la del racismo. Formas que, igual que este último, parecen ser aceptadas como normales por demasiadas personas – incluyendo muchas veces a las mismas víctimas de la discriminación.
Acaso el ejemplo más elocuente de qué tan arraigado está en nuestro ADN el virus de la discriminación sean nuestras escuelas. En otras palabras: en el Perú la discriminación ya florece entre los niños. Así, por ejemplo, según un estudio que realizó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y otras instituciones, el 44% de los escolares de Lima y Callao consideran haber sido víctimas de tipos de ‘bullying’ basados en diversas formas de discriminación. El tipo más común, sin embargo, no era el ‘bullying’ racista, sino el de orientación sexual: más de la mitad de los encuestados declaraban haber sido llamados “cabro”, “chivo” o “maricón” en la escuela. Lo más sorprendente de todo era que este tipo de epidemia (está claro que el número verdadero de víctimas de discriminación supera con mucho al 44% de quienes estaban dispuestos a reconocerse como tales frente al encuestador) no parece llamar especialmente la atención de los encargados de las escuelas: solo en un cuarto de ellas se había discutido el tema.
La discriminación laboral también es frecuente. A los aún omnipresentes avisos en los que se pone como requisito para un trabajo una “buena presencia” que suele ser un código para decir “tez blanca”, se le suma lo que muestran estudios como el elaborado por los profesores Gustavo Yamada y Francisco Galarza para la Universidad del Pacífico. En este estudio se enviaron CV equivalentes en cuanto a experiencias y títulos, pero diferenciados por la apariencia física, apellidos de origen y sexo de los candidatos, a un grupo determinado de empresas. Los resultados fueron los siguientes: los candidatos de “raza blanca” recibieron 55% más respuestas que los de “raza quechua” y los hombres 34% más respuestas que las mujeres.
La mentalidad discriminadora es también compartida por el representante oficial de nuestra sociedad: el Estado. Una reciente encuesta de la PUCP revela, por citar otro ejemplo, que el serenazgo y la policía son las dos instituciones de la sociedad que menos respeto muestran por los ciudadanos homosexuales. Aunque no es necesario recurrir a encuestas para probar esto último. Basta mirar las normas oficiales: hace poco más de un año se publicó un reglamento que establecía que los policías que tuvieran relaciones sexuales con personas del mismo género serían pasados al retiro.
Esto, por solo citar pincelazos de una mentalidad que parece ser ubicua – podríamos citar también, por ejemplo, todos los casos de locales públicos racistas u homofóbicos que salen constantemente en los diarios–, que a la fecha no estamos combatiendo con la contundencia que requiere y que, no olvidemos, dice mucho más de la sociedad que la practica o tolera, que de las personas que sufren sus consecuencias.