Combinadas, la crisis generada por el COVID-19 y la inminencia de la próxima campaña electoral plantean una oportunidad perfecta para que el populismo dirija la agenda política del país. Agudizada la vulnerabilidad de los ciudadanos, por la merma en sus ingresos y por el costo en vidas de la pandemia, el escenario es propicio para que, en nombre de la “justicia” y como embajadores del “pueblo”, nuestras autoridades legislen a favor de los aplausos y en contra de la prudencia más elemental. Y en estos días tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo nos han dado muestras palmarias de este peligro.
Sea un “impuesto solidario” a los que más ganan, una liberación repentina de parte de los fondos de las AFP o un embate a la seguridad jurídica suspendiendo de manera unilateral el cobro de peajes en todo el país, las medidas de esta naturaleza apuntan todas en un sentido similar. Por un lado, el problema se reduce a una situación de “ellos contra nosotros”, una dicotomía que busca, como ocurrió con la discusión referida a los fondos de pensiones, anular los reparos –técnicos o políticos– que puedan haber contra una medida calificándolos de interesados o al servicio de los grupos de poder. Y por otro lado, cada una de las propuestas trata de posicionar al que las plantea como el abnegado paladín de una causa que solo él sabe y quiere defender.
Algunas frases repartidas por miembros de este Parlamento han ido en el sentido descrito. Fernando Meléndez, portavoz de la bancada de Alianza para el Progreso, ha dicho, por ejemplo, que “el Congreso no está siendo populista, está corrigiendo lo que en años no se atrevieron a hacer ni el Gobierno, ni los parlamentos anteriores”, sentenciando que “devolver derechos no es populismo, eso se llama hacer justicia”. De manera similar, el titular de la Mesa Directiva del aludido poder del Estado defendió la norma que liberó el 25% de las pensiones asegurando que fue una iniciativa que recogió “el clamor popular”.
Desde este Diario, durante estos meses, hemos expuesto hasta la saciedad los perjuicios económicos que las recientes muestras de populismo pueden generar. Como se sabe, quienes operan de esta manera distinguen en el efecto inmediato de sus medidas su objetivo final, sin pensar en las consecuencias negativas que el tiempo pueda ir revelando. Pero este modo de hacer política, en especial si se continúa difundiendo, también puede traducirse en daños institucionales más serios.
En el nombre del pueblo, en fin, pueden justificarse múltiples atropellos, especialmente cuando el que diagnostica los problemas e identifica a los causantes tiene la tribuna y el poder para cumplir sus proclamas. Donald Trump, por ejemplo, ha consolidado a lo largo de los años un discurso contra los medios de prensa que son críticos de su gestión o que exponen sus mentiras, tildándolos de ‘fake news’ o de ser engañosos. Recientemente pasó del dicho al hecho firmando una ley que reaccionaba a un altercado que tuvo con la red social Twitter y que removía ciertas protecciones legales a este tipo de plataformas. Un ataque artero contra la libertad de expresión disfrazado en un intento por protegerla.
Y ejemplos de lo anterior vienen de ambos lados del espectro político con distintos grados de radicalismo. El régimen de Nicolás Maduro ha perpetrado innumerables abusos en nombre de una “revolución” que él asegura se libra a favor de su gente y contra el imperialismo o el neoliberalismo y Venezuela hoy es una dictadura sin atenuantes.
No queremos decir, claro, que la aspiración de nuestras autoridades sea alcanzar límites como los descritos, pero sí es importante que no se pierda de vista que “el clamor popular” no basta como herramienta para gobernar o legislar y abre una puerta potencialmente peligrosa. Las necesidades de la ciudadanía tienen que matizarse con la cautela técnica y ser canalizadas respetando el Estado de derecho y las libertades individuales. Hay que pensar en el futuro, no en la próxima encuesta o elección.