Hay algunas lecciones de economía básica que los países deben aprender a la fuerza –que en realidad es otra manera de decir, en carne propia–. En el Perú, el control de precios debería ser un ejemplo de ello. Luego de las experiencias de décadas pasadas, buena parte de la población entiende hoy que regular las etiquetas de la leche o del azúcar con la intención de que más personas accedan a ellas resulta eventualmente en la desaparición de estos bienes de los anaqueles y la generación de un mercado negro que escapa de las regulaciones.
En este Día del Trabajo, vale la pena recordar que existe también buena parte de la población, y sobre todo de la clase política, que parece no asociar lo que sucedió con los controles que ahogaban la producción de bienes básicos para la mesa familiar con lo que sucede hoy con las regulaciones que sofocan la creación de empleo formal de calidad. En el fondo, sin embargo, la imposición del salario mínimo no es sustancialmente distinta a forzar un precio máximo sobre el litro de leche, ni las limitaciones para contratar y despedir trabajadores diferentes de obligar a alguien a comprar siempre la misma marca de azúcar que adquirió la primera vez que compró, ni los sobrecostos laborales tan diferentes de cobrarle a los clientes 50% sobre el valor de la etiqueta por cada bolsa de pan.
Así las cosas, el excesivo control que el Estado ejerce sobre el mercado de trabajo tiene las mismas consecuencias que tuvo la regulación del mercado de bienes: la desaparición del bien que inicialmente se buscaba promover. El empleo formal se hace tan costoso y rígido que los demandantes de trabajo –las empresas– deciden adquirirlo poco o fuera de la ley. Por eso, hoy solo dos de cada diez trabajadores, aquellos más capacitados y productivos, tienen acceso a un empleo formal con todos los beneficios que estipula la inflexible regulación. El resto, la gran mayoría, solo puede vender su trabajo en el mercado negro: un empleo informal que carece de vacaciones, seguro de salud, capacitaciones, condiciones mínimas de seguridad, etc.
El trabajo, en el fondo, es un servicio que se transa en el libre mercado. Como ha mencionado antes este Diario, cuando un empleado y un empleador acuerdan libremente empezar un vínculo laboral, en el que el primero recibe dinero y a cambio entrega trabajo, es porque ambos –empresa y trabajador– se benefician mutuamente de este intercambio. De lo contrario, simplemente no habría acuerdo.
Algunos, una fracción de aquellos en el mercado formal, pretenden desconocer la naturaleza voluntaria de este convenio y se arrogan ilegítimamente la representación de la totalidad de los trabajadores. Los sindicatos en realidad forman parte de la casta privilegiada de personas con acceso a todos los beneficios laborales que son impensables para las mayorías excluidas. Estos aprovecharán la celebración de hoy para –bajo falsas premisas– promover aún más las condiciones que les permiten solo a ellos ofrecer su trabajo en el mercado formal mientras el resto tiene que conformarse con empleos al margen de cualquier protección de la ley.
Y es que, al igual que en el caso de los controles de precios, al final no son las personas pudientes las que se perjudican significativamente si el bien o servicio regulado es escaso, sino los más pobres. Cuando la falta de flexibilidad a causa de regulaciones ineficientes le impide al mercado ajustarse para producir la mayor cantidad de bienes o empleos al precio o salario óptimo, las familias con menos recursos pagan los platos rotos.
Tal y como sucede también en el mercado de bienes, la pretensión del Estado de saber desde una oficina burocrática los precios, salarios y condiciones a los que todos los ciudadanos deberíamos intercambiar nuestros bienes y esfuerzo tiene como único resultado perjudicar a la larga tanto a los que venden como a los que compran. Mientras desayunamos un pan con mantequilla y café con azúcar y leche, que sea esa la lección que nos llevamos en este Día del Trabajo.