Una de las principales ventajas del sistema de libre mercado es que, así como las familias pueden organizarse para elegir qué y cuánto compran, las empresas pueden hacer lo propio para decidir cómo producen los bienes y servicios que luego pondrán a disposición de los consumidores.
Este sistema permite que, siempre que se respete el marco legal, la creatividad de los empresarios para encontrar formas más competitivas y eficientes de producción sea el único límite en la manera que tienen de proveer lo que la sociedad demanda. Las alianzas, intermediaciones, tercerizaciones y demás formas de asociación son entonces el resultado de un proceso que busca mejorar la calidad de los productos, reducir sus costos, ampliar mercados, y, por supuesto, generar más empleo.
Por eso, el reciente fallo de la Cuarta Sala Laboral de la Corte Superior de Justicia (CSJ) de Lima resulta preocupante. Según informó el diario “Gestión”, la corte indicó que las empresas no pueden tercerizar todas sus actividades, sino que la actividad económica principal de la compañía debe ser provista por la misma empresa. Además, dispuso que los empleados de la compañía tercerizadora sean incorporados en la planilla de la compañía contratante.
El fallo es controversial y alarmante en diversos niveles. En primer lugar, no queda del todo claro que se ajuste al marco legal vigente. La Ley de Tercerización Laboral, que regula este tipo de contratos, además de fallos anteriores de la Corte Suprema, apuntan a que las empresas son libres de tercerizar todas sus actividades, sin distinción de si estas son principales o secundarias. Esta es una práctica común en casi todos los países de la región.
En segundo lugar, resulta esta una práctica común justamente porque tiene sentido económico. Diferentes empresas tienen equipos y personal con diferentes especializaciones y modos de organización. Prohibir o restringir la libertad de los acuerdos voluntarios entre estas en el ámbito laboral tiene tanto sentido como vetar los acuerdos de alquiler de maquinaria entre empresas o de uso de terreno.
A la fecha, existen más de 265 mil empresas que proveen servicios de intermediación, tercerización laboral o civil a escala nacional, y varios cientos de miles de personas que dependen de esta modalidad de empleo. Las restricciones que alcanzan a estas compañías deben asegurar que no sean empresas fantasmas, que tengan más de un cliente (de lo contrario tendrían una relación de subordinación absoluta) y que no se desarrollen en sectores altamente regulados y sensibles, como el financiero. Cumplidas estas condiciones, no debe haber justificación para impedir que los individuos organicen sus procesos productivos como mejor les parezca dentro del marco legal.
Resulta por lo demás curiosa esta antipatía a la tercerización de la CSJ cuando el propio Estado ha dado pasos, graduales pero correctos, en esta dirección. Basta sino recordar los esfuerzos que se han emprendido desde los ministerios del Interior y de Salud para tercerizar la administración de penales y centros hospitalarios, respectivamente.
Finalmente, y más allá de la adición a los ya onerosos costos laborales que los empresarios peruanos enfrentan, la decisión de la CSJ deja entrever una debilidad aun más profunda del sistema económico nacional. La falta de predictibilidad sobre las decisiones en materia laboral y tributaria del Poder Judicial pone constantemente en riesgo la estabilidad que los empresarios, nacionales y extranjeros, requieren para retomar el impulso de la inversión en el Perú.
Varios miles de empleos formales y productivos –presentes y futuros– se pueden encontrar en riesgo de desaparecer si las modalidades de contratación no están del todo claras y existe incertidumbre sobre lo que el Poder Judicial puede considerar válido. Quizá si este poder del Estado pudiese también tercerizar parte de su labor encontraríamos mejor consistencia en sus fallos.