Pocos eventos políticos pueden ser tan dramáticos para un país que intenta consolidar su democracia como la disolución de su Congreso. Más allá de la discusión sobre la legitimidad de la medida tomada por el presidente Vizcarra, estas son situaciones limite que deben llamar a la reflexión de todos los actores involucrados para entender en qué se falló y qué se puede hacer para evitar repetirlas.
Este no parece haber sido, no obstante, el camino escogido por la mayoría. Los partidos políticos, por ejemplo, han vuelto a exhibir su debilidad institucional con procesos de elección interna deficientes, candidatos con serios cuestionamientos (este Diario encontró que 234 de ellos tenían sentencias penales y civiles), y en general una oferta electoral poco articulada.
Los partidos políticos, por supuesto, no son los únicos responsables. Las reglas vigentes mantienen los mismos vicios del sistema electoral que desde hace buen tiempo se denuncian. Llegado el momento, la anunciada reforma política que impulsó el Ejecutivo logró poco o nada. Decenas de partidos –que son poco más que su inscripción y un grupo de independientes alrededor de esta– vuelven a competir con financiamiento poco claro en una contienda de reglas improvisadas.
Además, en este ciclo, nuevamente, el número de opciones excede largamente la capacidad de atención y diligencia que puede poner un ciudadano promedio en estudiar su voto –compiten nada menos que 22 organizaciones políticas–. Más aún, las varias caras nuevas en esta contienda no hacen fácil para el elector identificar las coincidencias o discrepancias que pueda tener con los candidatos de su circunscripción.
Así las cosas, queda claro que estas elecciones no serán fáciles. Pero si el resultado de las próximas elecciones congresales resulta, en efecto, poco favorable para la institucionalidad del país, la responsabilidad principal será de los propios electores. Según la encuesta de El Comercio-Ipsos publicada ayer, la mayoría de votantes (51%) todavía no tiene ninguna preferencia: el 34% responde que votará en blanco o viciado y 17% no precisa. La improvisación no queda, pues, en los partidos y en las autoridades responsables de las elecciones, sino que se extiende, firme, hacia los ciudadanos.
Este último punto es fundamental. En la mayoritaria desaprobación del último Congreso tuvieron, por supuesto, una alta cuota de culpa los propios congresistas. Sin embargo, en este trance pocos recordaron que los parlamentarios seleccionados en el 2016 no fueron elegidos al azar ni por designio divino.
Es cierto que la oferta electoral puede jugar en contra del voto responsable, y que diseños institucionales como el de la valla electoral y la cifra repartidora –aunque útiles– tienen una influencia importante en el resultado final. No obstante, a fin de cuentas, el Congreso no es más que la expresión de la voluntad popular, y cada congresista ganó su curul representando a miles de ciudadanos que pusieron en él o ella su confianza.
Si en este nuevo proceso electoral el país se encamina a tener un Congreso con las mismas limitaciones que el anterior, los responsables serán varios, pero entre ellos destacará el propio votante. Guste o no, un Congreso solo puede ser tan bueno como el compromiso de los ciudadanos en cada elección.