(Foto: El Comercio)
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Editorial El Comercio

El congresista apeló este viernes la decisión de su partido, Fuerza Popular (FP), de suspenderlo por 120 días en sus derechos en la bancada por cargos como el de haber publicado un artículo de opinión en un semanario, haber emitido determinados mensajes vía Twitter o haberse cubierto la boca con una cinta en el pleno del Congreso.

Con la apelación, sin embargo, el joven parlamentario ha terminado por validar una autoridad que venía cuestionando desde que se lo sometió a un proceso semejante algunos meses atrás, pero sobre todo en la antesala de esta última imposición disciplinaria.

En un video propalado por las redes sociales el 29 de noviembre, en efecto, él lanzó aseveraciones como “mi bancada me quiere disolver” o “hay temas más importantes, trascendentales para la nación”. Y luego, cuando los 120 días de suspensión fueron finalmente anunciados, anotó: “El fujimorismo no es Fuerza Popular, el fujimorismo lo hace el pueblo”.

Queda por ver ciertamente cómo reaccionará el benjamín de la familia Fujimori si la sanción es ratificada tras su apelación, pero en cualquier caso, todo intento de desconocer la necesidad de someterse a ella luciría ahora como un arrebato por negar tardíamente un orden de cosas que se había aceptado, solo porque el resultado de este proceso en particular le fue adverso.

El episodio, en realidad, no pasaría de ser un evento de la vida doméstica de una organización partidaria, si no fuera por la gran atención que Kenji Fujimori logró concitar desde el principio de este gobierno en torno a sus actitudes frente a determinadas decisiones de su bancada, y que parecían perfilarlo como una voz contestataria dentro del conglomerado naranja. Una voz que, en última instancia, podía mover a FP a la reflexión y la enmienda de ciertos reflejos de intolerancia, cuando no directamente autoritarios.

En concreto, llamaron la atención sus posiciones a favor del archivamiento del proyecto de las legisladoras Letona y Aramayo para controlar a los medios, del respeto a los derechos de algunas minorías, y en contra de que las denuncias contra el Sodalicio no merecieran la atención de una comisión congresal.

Los ataques de los que fue objeto por parte de otros representantes de su bancada a raíz de estas posiciones nos llevaron incluso que Kenji Fujimori daba la impresión de ser un político mucho más cercano a la edad de la razón que la mayoría de sus compañeros de bancada o dirigentes de su partido.

Pues bien, con el paso de los meses, tenemos que decir que esa impresión se ha evaporado. Las recientes actitudes del joven parlamentario lo muestran más bien como alguien interesado en marcar diferencias con la línea oficial de su partido para llamar la atención y ganar titulares; no para establecer contrastes principistas. Sus recursos gráficos en las redes y sus parodias de escenas políticas o discursos que la memoria colectiva tiene asociadas a su padre se revelan finalmente como nada más que eso: recursos sin sustancia.

¿Qué sentido tiene, por ejemplo, reproducir en clave risueña, como hizo él esta semana, el discurso con el que el ingeniero Fujimori anunció el golpe de Estado del 5 de abril de 1992? ¿Restarle importancia a lo que constituyó el acto fundacional de casi diez años de atropello a la democracia y asalto a las arcas del Estado?

¿En qué quedan sus gestos contestatarios si todo es planteado luego en las redes como un remedo caricaturesco de la confrontación entre los superhéroes Thor y su hermana Hela, mostrada en una reciente película? Pues, lejos de constituir la reivindicación de “los temas más importantes, más trascendentales para la nación”, a los que aludía a principios de esta semana, en anécdota y travesura.

La sanción que le quiere imponer FP a Kenji Fujimori puede ser absurda y hasta abusiva, pero no por ello hay que confundirse: no forma parte de una lucha entre dos actitudes dentro del partido hacia la tarea de gobernar. Es solo un capítulo más de una pugna frívola por captar la atención de la opinión pública y lucir como el legítimo administrador de un legado que, bien visto, no le hace ningún favor a la democracia.