Editorial El Comercio

Previo al golpe de Estado de diciembre pasado, el presidente ya había acumulado un sinnúmero de acusaciones por acciones ilegales. Estas lo alcanzaban directamente a él y a su entorno inmediato. El rosario de imputaciones, delaciones y evidencias que se empezaron a acumular al poco tiempo de iniciado su gobierno es tan amplio que el registro se pierde fácilmente a lo largo de los meses. Y entre los casos más sonados que se hallaron entonces –y con indicios más sólidos– está sin duda el que lo vincula con influencias indebidas en los ascensos militares y policiales.

Este caso, además, no tardó mucho en estallar. Había trascurrido poco más de tres meses desde la toma de mando del 2021 cuando los ex comandantes generales del Ejército José Vizcarra Álvarez y de la Fuerza Aérea del Perú Jorge Luis Chaparro acusaron al entonces secretario general de Palacio de Gobierno Bruno Pacheco de interferir en la selección de ascensos. Poco después, en diciembre del 2021, El Comercio publicó conversaciones de WhatsApp entre el presidente Castillo y Vizcarra. En estas, el mandatario le pide al general que se comunique con Bruno Pacheco para tratar asuntos urgentes relacionados con los ascensos.

Ahora el caso ha tomado más contundencia con la reciente decisión de la Fiscalía de la Nación de presentar una denuncia constitucional en contra de Pedro Castillo y de Walter Ayala, exministro de Defensa, por estas acciones. El Ministerio Público les imputa la presunta autoría de los delitos de abuso de autoridad, patrocinio ilegal y cohecho pasivo propio, entre otros. Las acusaciones alcanzan también al ex comandante general de la policía Javier Gallardo, quien habría sido parte de la organización criminal, y al congresista por Perú Libre Américo Gonza, sindicado como miembro de ‘Los Niños’ y acusado de haber intervenido en el nombramiento de Gallardo al frente de la PNP. Según la fiscalía, luego de su ascenso, Gallardo contrató a la hermana del congresista, Martha Gonza, en la Dirección de Recursos Humanos de la PNP a pesar de que esta no cumplía los requisitos para el cargo.

La evidencia apunta, pues, a que se habría tratado de corromper las instituciones claves de defensa nacional y seguridad ciudadana desde lo más alto del poder público. Este tipo de prácticas mina la moral en todos los escalafones de las fuerzas del orden, al tiempo que crea un mercado ilícito en el interior de cada organización: quienes pagaron por ascender a su vez cobrarán por los ascensos de sus subordinados para recuperar lo gastado, con creces. El ciclo de corrupción continuará permeando indefinidamente hacia los rangos menores.

Entre ciertos grupos interesados existe hoy la tentación de definir la legitimidad y el legado del presidente Castillo en función exclusivamente de lo sucedido el 7 de diciembre pasado. Quienes sostienen –equivocadamente– que Castillo fue ilegalmente depuesto a través de un golpe de Estado parlamentario suelen también pasar por alto que durante su gestión se vieron indicios de prácticas ilegales de forma semanal, y que muchas de ellas emanaban del propio Palacio de Gobierno. Sobre esto se escucha ya poco.

El expresidente no merece ese olvido. No merece que se reduzca la imagen de su gobierno solamente a su calamitoso final. Más bien, Castillo debe ser recordado, además de como golpista, como un mandatario que habría permitido el desfalco sistemático del Estado a cargo de su círculo más cercano, sobre quienes tendió un manto de protección e inmunidad. Desde esta perspectiva, con la acusación de esta semana, la fiscalía avanza no solo en su tarea como órgano responsable de la acción penal, sino que contribuye a contar la historia como en verdad sucedió, y no como algunos quieren que la recordemos.


Editorial de El Comercio

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