(Foto: Congreso de la República)
(Foto: Congreso de la República)
Editorial El Comercio

Hace poco más de un mes, desde esta página advertíamos sobre cómo el Congreso de la República había decidido legislar sin que los proyectos propuestos sean materia de minuciosos estudios técnicos o discutidos en las comisiones especializadas. Por aquellos días, empero, los referidos grupos de trabajo aún no se habían instalado, y aunque ello no justificaba el apuro de los parlamentarios por aprobar iniciativas de ley, las omisiones podían juzgarse como vicios pasajeros.

No obstante, en las últimas semanas y con las comisiones colocadas, el Poder Legislativo ha continuado con esta práctica. De hecho, todas las normas avaladas hasta la fecha por el pleno fueron exoneradas de pasar por las instancias parlamentarias mencionadas y de ser sometidas a una segunda votación. Sin importar cuán sensibles o técnicamente cuestionables hayan sido los temas que las leyes abordaban.

Así, medidas como el retiro del 25% de los fondos de las AFP, la suspensión del cobro de peajes y la resolución para modificar el reglamento del Congreso en lo que concierne a la presentación de declaraciones juradas de intereses fueron aprobadas directamente por el pleno y en todos los casos sin que hayan pasado ni dos semanas desde que fueron presentadas. Hace unos días, además, el Legislativo también exoneró de segunda votación al texto sustitutorio de la ley que formaliza los taxis-colectivos, cuya discusión había sido iniciada por el Parlamento anterior.

A estas alturas, resulta evidente que nuestro Congreso está privilegiando la cantidad de leyes aprobadas en detrimento de la calidad de las mismas. En esa línea, el Ejecutivo –aunque de forma errática– ha tenido que iniciar la discusión técnica del trabajo de su contraparte luego de los hechos, como ocurrió con el retiro de un cuarto de los fondos de las AFP (caso en el que el Gobierno no se animó a observar la norma a pesar de sus ‘enérgicas’ discrepancias) y con lo relativo al cobro de los peajes, que fue observado pero aprobado por insistencia por los legisladores.

Sin embargo, la pertinencia y la racionalidad de las normas aprobadas debería ser la principal preocupación de nuestros padres de la patria y no el apuro efectista. La crisis pandémica que nos aflige no debe ser entendida como una oportunidad para ganarse el aprecio político de las tribunas, sino como un momento histórico en el que la mesura, el rigor y la sostenibilidad en el tiempo de aquello sobre lo que se norma deben primar. Esto último solo puede lograrse si los proyectos de ley son sometidos a deliberaciones serias en las comisiones pertinentes y dándole prioridad a los criterios técnicos por encima de los potenciales réditos electorales que se quieran cosechar en el futuro.

En el 2018, cuando el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional una resolución del Poder Legislativo sobre la cuestión de confianza, dedicó uno de los acápites de la sentencia a cómo la exoneración del trámite en las comisiones no debe aplicarse de manera generalizada, so pena de que en los hechos ello se termine transformando en el “procedimiento regular”. La voz del máximo intérprete de nuestra Constitución se hace aún relevante en estos días y el Parlamento debería ser responsable y abandonar la ligereza que hoy ha convertido en su modus operandi.

Ello será especialmente importante para discutir algunos planteamientos peligrosos y reñidos con la sensatez técnica que han sido presentados recientemente, como la iniciativa que busca gravar a “las grandes fortunas” (a modo de ejemplo, quien lo propone concede que podría afectar al patrimonio de personas de clase media) y la que quiere derogar la Carta Magna.

El afán por la legislación precoz tiene que ser abandonado por el Congreso de la República. Por encima de los gestos e intereses políticos debe estar el bienestar del país. Nuestros legisladores, aunque no lo crean, fueron elegidos para defender y poner en práctica esa premisa.

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