El esfuerzo en gasto público que el Perú tendrá que hacer para preservar el tejido económico en medio de la actual crisis no tiene precedentes. Las reglas fiscales –que marcaban límites al uso de los recursos del Tesoro– han sido suspendidas, y se entiende que el déficit será el más alto desde la década de los ochenta. Este gasto tendrá que ser pagado, necesariamente, con impuestos pasados, presentes o futuros. Mantener la economía a flote justifica, de sobra, uno o dos años de enorme impulso fiscal siempre que luego se pueda volver a la trayectoria de gasto responsable.
El Perú, felizmente, tiene la posibilidad de financiar estos ambiciosos planes. Entre los ahorros que se han podido acumular, las líneas de crédito internacionales y la colocación de deuda a través de bonos soberanos, el país puede usar la fortaleza macroeconómica que ha construido a lo largo de décadas.
Todo esto, huelga decir, se ha logrado sobre las espaldas de un reducido grupo de contribuyentes. La informalidad, prevalente y mayoritaria, es el sello distintivo de millones de trabajadores y empresas en el país, y deja a la minoría formal a cubrir la cuenta de todo el resto. Hoy, de cada 100 trabajadores en el Perú, tan solo nueve pagan Impuesto a la Renta personal.
Sin embargo, desde el Gobierno se estaría buscando presionar aún más a los pocos contribuyentes. Según anunció el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, el Ejecutivo evalúa un impuesto adicional a los que más ingresos reciben. “Estamos hablando en una primera instancia de lo que significa que tribute más quien tiene más ingresos. Estamos en un escenario bastante crítico donde todos tenemos que sumar esfuerzos”, comentó.
La propuesta tiene, a todas luces, ribetes más populistas que técnicos. Dado el reducido universo de personas con altos ingresos, lo que se lograría recaudar sería varias veces menor a lo que se logró, por ejemplo, con la exitosa colocación de bonos por US$3.000 millones la semana pasada. Miles de trabajadores formales, por lo demás, enfrentan ya reducciones de sueldo negociadas con sus empleadores. Mayores impuestos serían, para ellos, llover sobre mojado. El Perú, adicionalmente, tiene ya una tasa superior de renta personal más alta que el promedio de la región, según el BID.
Si el Gobierno ha elegido una alternativa antitécnica y confrontacional en vez de las opciones de financiamiento tradicionales que tiene a su disposición, la decisión no se puede entender desde otra perspectiva que la política. Quizá haya sido el interés por congraciarse con voces que desde grupos de izquierda pedían una medida como esta –y que fueron críticas de la posición del Gobierno respecto de la suspensión perfecta de labores o de la devolución del fondo de AFP, por ejemplo–. O quizá el olfato político que una medida de este tipo podría tener sobre la aprobación presidencial.
No se puede descartar, por supuesto, que la propuesta esté destinada, más bien, a desviar la atención de asuntos tanto más urgentes y gruesos. Mientras se debate sobre los impuestos adicionales a los pocos que tributan –avivando divisionismo entre la población en tiempos que se requiere unión–, la discusión sobre el manejo de la salud pública y el improvisado planeamiento de la reapertura económica pasan de largo. El Ejecutivo liderado por el presidente Martín Vizcarra, es cierto, nunca se había caracterizado por hacerle frente a la opinión pública en temas espinosos. Pero esta nueva faceta de abierto populismo está recién en estreno.
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